viernes, diciembre 29, 2006

Cerrando el 2006 con otro cuento.

Los gatos

Cuando Juan Otegui nació, quedaban nada más que saldos y retazos de lo que alguna vez fue el patrimonio familiar. Por demérito de dos generaciones desentendidas de su administración y dedicadas al dispendio financiado por hipotecas rara vez pagas, la importante estancia de sus bisabuelos había quedado reducida a una pequeña chacra. Juan se crió entre avergonzado y resentido de que le hubieran birlado un status al que, aunque sólo conoció por mentas, se sentía con derechos.

Con el propósito de adquirir las armas que le permitieran recuperarlo ingresó a los dieciocho años en la Facultad de Agronomía. Allí descubrió que la política lo atraía más que los estudios, y el poder casi tanto como el dinero. Para horror de sus padres, acérrimos antiperonistas, se incorporó a una corriente estudiantil justicialista. Poco a poco fue accediendo a puestos de cada vez mayor importancia dentro del Centro de Estudiantes. Se hizo ducho en el juego de las alianzas y las traiciones, desarrollando un olfato muy agudo para distinguir a qué sectores convenía arrimarse y cuándo despegarse de ellos. Gracias a esa habilidad consiguió el apoyo de un par de caciques de la provincia de Buenos Aires y en cuanto se recibió lo esperaba un puesto en la Secretaría de Agricultura Ganadería y Pesca. Eso motivó que las malas lenguas lo tacharan de “ñoqui”, pero Juan no creía merecer ese calificativo, como muchos políticos opinaba que el país tenía el deber de subvenir, a sabiendas o no, su benemérito accionar.

Con sentido de la oportunidad captó el reflujo de la marea “noventista” y el retorno de las ideas del “setentismo”. Eso le valió un ascenso y la inclusión en el envidiado grupo de los funcionarios que cobran un sobresueldo por debajo de la mesa. Pensó que su cursus honoris y el interés de sus mandantes lo llevarían inexorablemente a ocupar un puesto apetecible con acceso al manejo de la “caja”, como el que ocupaba Vilches, el sesentón a cargo de las licencias de pesca que era su superior inmediato. Confiado en sus contactos, maniobró entre bambalinas y le pareció que estaba a punto de lograrlo. Pero cuando al jovato lo jubilaron, en su lugar fue nombrado Peicovich, un santacruceño desconocido que aterrizó en el codiciado cargo cumpliendo con el único requisito indispensable: la “ bendición del Altísimo”. A Juan lo mandaron a lidiar con los gatos.

El Intendente de Buenos Aires, ex aliado del defenestrado gobierno radical, había devenido en incondicional partidario del oficialismo luego de que éste le brindó su apoyo para lograr ser reelecto. El pago de favores incluía la entrega al Justicialismo de determinada cantidad de cargos en el municipio. Como cambio chico de la transacción, alguien pidió para Juan el de Director del Jardín Botánico de la Ciudad, vacante en ese momento porque su anterior ocupante había fallecido en un accidente de auto hacía unos días. El “Lord Mayor” no opuso el menor reparo, el Jardín manejaba un presupuesto miserable.

Juan nunca supo con certeza quiénes fueron los hijos de puta que lo “recomendaron” para el puesto, pero era evidente que los sostenedores de Peicovich tenían algo que ver en el asunto. Tal vez lo consideraban una amenaza latente para su pupilo y se las habían arreglado para neutralizarlo mandándolo a un lugar que en política equivalía a vía muerta.

El día en que asumió, pasó por el Palacio Municipal para agradecerle al Intendente el cargo con el que lo había...¿honrado?. Después se tomó el subte para trasladarse al Botánico, su puesto no incluía automóvil oficial y la partida para viáticos era exigua.

Entró al Jardín por la puerta que da a Santa Fe, y caminó entre plantas, viejas y gatos hacia el castillete de ladrillos colorados situado en frente a dicho acceso. Allí estaba su despacho. Alguien le había comentado que en ese edificio funcionó en otros tiempos el Museo Histórico de la Nación. “Mis adversarios suponen que ya soy historia, –pensó con grandilocuentes ansias de revancha- pero de alguna manera me las voy a arreglar para sorprenderlos protagonizándola desde aquí.”

En el hall, Juan Otegui se dio a conocer a un ordenanza que lo miró de arriba abajo sin dar muestras de percatarse de la importancia de su persona. En el estado, los funcionarios políticos van y vienen pero los de planta quedan hasta llegar a la jubilación en inalterables e intocables capas geológicas; para despedir a uno sería necesario sacarle una foto en el acto de defecar sobre la bandera, y autenticarla ante escribano. Luego subió la escalera que conducía al primer piso y se dirigió a su oficina. Delante de la puerta lo esperaba su flamante secretaria, una ex compañera de la Facultad, a la que siempre le había tenido ganas y nunca había logrado que le diera ni la hora. De algún modo la mina se había enterado de su nombramiento y averiguado su teléfono. Lo había llamado bastante melosa para pedirle un puestito, cosa que consiguió de inmediato relegando a tres recomendadas y a un par de parientes pedigüeños. Lo recibió con una gran sonrisa y una pequeña minifalda y le dijo que la oficina ya estaba libre, hacía una hora los parientes del anterior Director habían retirado las últimas cosas de su propiedad.

Como primera medida Juan le indicó a Marta, así se llamaba la candidata a ocupar, en posición horizontal, el sofá que estaba en un rincón del despacho, que abriera unos paquetes que le había mandado traer. Contenían mementos destinados a demostrar su pertenencia al partido y su rango dentro del mismo.

Sobre el escritorio emplazó dos fotos, enmarcadas en plata salteña y las orientó de modo de no pasaran desapercibidas a un posible interlocutor. Daban testimonio (falso) acerca de quiénes eran sus padrinos: en una aparecía dando la mano al Presidente de la Nación y en la otra haciendo lo mismo con el Intendente de la Ciudad Autónoma.

Luego le pidió a la chica que subida a una escalerita retirara de la pared de atrás de escritorio un gran retrato de Thays, el fundador del Botánico, y en su lugar presentara los tres cuadros que había traído para completar la decoración. En el centro, su diploma de Ingeniero Agrónomo, y flanqueándolo, sendos retratos de Perón y de Evita. El general montado en el mitológico pinto, y la “Abanderada de los Humildes”, con su look de severos rodete y traje sastre de la época de la Fundación, el mismo con el que en los ´50 había monitoreado el comportamiento de los argentinos desde omnipresentes sellos postales, carteles y bustos. En cuanto al título, gracias a Dios esos documentos no revelaban las calificaciones de sus poseedores. Si así fuese en su caso se vería el diez que había obtenido en Botánica Taxonómica navegando solitario sobre un mar de aplazos, cuatros y cincos. Paradójicamente, maldijo para sus adentros, aquella nota debió haber sido exhumada, como argumento paupérrimo pero suficiente, a fin de “recomendarlo” para ocupar esa Dirección. Quién sabía cuantos estudiosos con antecedentes infinitamente mejores que los suyos habían quedado afuera por carecer de la palanca apropiada. “Que se jodan”, habría pensado en otras circunstancias, pero en este caso el jodido era él.

Satisfecho de la disposición de los cuadros y de la contemplación de las piernas de Marta desde un punto panorámico, llamó a un empleado de mantenimiento para que clavara los tres clavos que hacían falta, el hombre le dijo que martillo había pero clavos no. La cosa empezaba mal, Juan tuvo que pelar la billetera y mandar a la chica a comprarlos y traerlos antes de que terminara el horario de trabajo del tipo. “No van a faltar maneras de resarcirme del gasto”- se consoló.

Su oficina ocupaba el extremo norte del edificio, con tres ventanas que daban respectivamente hacia Las Heras, Plaza Italia y Santa Fé. Mientras miraba por ellas para ver si volvía Marta, se sorprendió al notar que en el Jardín, en frente a cada una de las ventanas había un banco y que en cada uno de esos bancos se sentaba una vieja con un gato en el regazo. Las viejas acariciaban distraídamente a sus respectivos gatos mientras mantenían la vista fija en las ventanas que parecían corresponderles. Pensó que era una coincidencia y buscó en su mente algún número de lotería relacionado con tres viejas y tres gatos, pero no lo encontró. A los cinco minutos, impaciente por la tardanza de su secretaria, volvió a mirar y las mujeres le devolvieron la mirada. Imaginó una variante brujil del sistema G.P.S. destinada a vigilar sus movimientos. Cuando llegó Marta con los clavos, Juan llamó al empleado de mantenimiento, que refunfuñando colgó los cuadros y se llevó el retrato de Thays a algún depósito.

Al día siguiente Juan emprendió una gira con el fin de conocer en detalle sus dominios. La impresión que se llevó fue deprimente: había una gran variedad de especies vegetales, pero quedaban pocos carteles de identificación y la mayoría de ellos estaban rotos o ilegibles: el motivo principal de ser del Jardín se cumplía sólo a medias. Las esculturas que intentaban hermosear el paseo exhibían amputaciones y fracturas de distinto grado, a casi todas les faltaba algún dedo y a todas las placas de bronce con el nombre de la obra de arte. Parecida suerte había corrido el reloj de sol al que le faltaban la aguja de bronce y la mitad del dial de mármol sobre el cual aquélla debió proyectar su sombra en tiempos mejores. En las fuentes, los peces de colores que alguna vez nadaron entre las plantas acuáticas, habían sido reemplazados por papeles, bolsitas de plástico y todo tipo de porquerías.

En medio del panorama decadente lo único que parecía haber progresado, en lo cuantitativo, era la población de gatos. Los había de todos los pelajes, edades y tamaños. El Jardín Botánico se había convertido en un santuario para esos felinos, algunos de ellos abandonados allí por sus dueños, otros arribados por sus propios medios, y muchos “nacidos y criados” en el lugar. En cada una de las entradas un cartel recordaba al público la prohibición de ingresar con perros. Los gatos se paseaban incólumes a lo largo de las rejas perimetrales practicando su deporte favorito: burlarse de los canes, la separación entre los barrotes les permitía entrar y salir a voluntad del predio e impedía que sus enemigos hicieran lo propio. Durante el día parecían hacer poco más que eso, cazar alguna paloma poco avisada, y holgazanear en las inmediaciones de las puertas esperando que las infalibles viejas les trajeran su comida. Juan se dijo que en tren de buscar un común denominador para las benefactoras de los gatos, lo de viejas era inexacto, porque algunas no pasaban de maduras, y que tal vez solitarias o compasivas podían resultar calificativos más adecuados. El intercambio entre las mujeres y los gatos parecía realizarse de acuerdo a ciertas reglas que ambas partes conocían muy bien. A determinados grupos de gatos correspondían determinadas alimentadoras, que se encargaban de distribuir la comida con criterios igualitarios a pesar de las pretensiones hegemónicas de los animales más grandes u osados. De parte de los gatos no se registraban muestras de agradecimiento efusivas, era como si las viejas cumplieran con un deber que tenían hacia ellos. Algunas de ellas eran prolijas, se diría que casi profesionales: traían la comida en bolsas o en bandejitas tipo rotisería, que arrojaban a la basura después de alimentar a los animales. Otras parecían regirse por el principio: “ donde cayó quedó”, y dejaban los canteros y caminos llenos de residuos.

Terminado el paseo Juan se sentó en su escritorio, le pidió a Marta que le trajera un café y se puso a hacer un balance de las escasas posibilidades que tenía de relanzar su carrera política. Había sondeado a sus contactos para que lo rescataran asignándolo a un puesto con más futuro, pero por el momento se habían mostrado renuentes a hacerlo, y podía pasar demasiado tiempo antes de que cambiaran de parecer. Muchos “compañeros” competían por cargos que siempre resultaban escasos pese a la inventiva inagotable de los políticos para crearlos. Decidió que no le quedaba más remedio que concentrarse en el plan “B”: realizar una gestión brillante que atrajera la atención de los medios y lo pusiera de nuevo en la pole position.

Como no disponía de presupuesto para remozar el paseo debía usar su imaginación para inventar algo que reuniera tres condiciones: costar poco, hacer mucho ruido, y no despertar los recelos de sus superiores. Era una tarea casi imposible.

A quién le importa el Botánico, -se preguntó- en el Zoológico, allá en frente, traen una pareja de tigres blancos o nace un cachorro de tapir y es una fiesta, todo el mundo se entera, hacen concursos para que los chicos les pongan un nombre. No me imagino a nadie entusiasmado si trajéramos un ejemplar de baobab, o si regaláramos plantines de araucaria. Muchos pagan para entrar al Zoológico, pero quién lo haría para entrar al Botánico: nadie. La mayor parte de la gente presta más atención a lo que es animado que a lo estático. Por alguna razón esa reflexión no lo llevó a pensar en lo obvio: los gatos, sino que motivó que surgiera en su mente una idea que le pareció brillante: repoblar las fuentes con peces de colores. Había visto cómo pugnaba el público por ver las carpas que nadaban en el lago del Jardín Japonés. Conseguir algunas de ellas por intermedio de la Dirección de Paseos de la Municipalidad no iba a ser difícil y tal vez se podía lograr sin gastar un peso. Pensó que el proyecto era por el momento su mejor chance y apostó todo a él .

Una vez que estuvo seguro de que le mandaran los peces hizo que limpiaran las fuentes y llamó a un par de amigos que tenía en un diario. Los tipos cumplieron y publicaron un artículo sobre el “relanzamiento de las fuentes del Botánico” incluidas fotos de los peces y de él mismo. Su momento de gloria duró poco, al día siguiente de la inauguración sólo quedaban un par de peces, seguramente los más precavidos, a los otros se los habían comido los gatos.

Ante la eterna disputa entre admiradores y detractores de los gatos Juan siempre había mantenido una posición de estricta neutralidad, pero la conspiración de los felinos en su contra los convertía en merecedores de su venganza. Jugó con la idea de exterminarlos pero la descartó. Era fácil anticipar cómo podía acabar el asunto: titulares grandilocuentes como “Holocausto en el Botánico” seguidos por sumario administrativo, exoneración y hasta cárcel. Para colmo, lo del exterminio ni siquiera era demasiado original: en la Internet un par de artículos recordaban un anterior intento de deshacerse de los gatos durante el “procesoico” que había comenzado con la excusa de llevarlos a poblar las islas del Tigre y terminado en matanza.

La misma Internet le sugirió una forma más sutil de revancha. Desde su página web, una sociedad propendía al control de los animales domésticos mediante un sencillo método: la esterilización. En el sitio de los castradores a Juan le llamó la atención una frase que auguraba un futuro ominoso para la humanidad: "Considerando que una pareja de gatos procrea una camada de 12 cachorros por año, y promediando cada uno de ellos 8 a 12 pariciones a lo largo de 10 años se habrán procreado en ese lapso: 80 millones de gatos.”

Juan se horrorizó imaginando al Botánico rebosante de mininos cubriendo como una alfombra peluda y variopinta los canteros, los árboles y hasta su escritorio. Al pie de la página figuraba el teléfono del Dr. Ignacio J. Cerverizzo. Debía ser el “gran castrador”. Juan se lo imaginó como una especie de Mengele parado junto a una camilla de acero inoxidable, vestido de blanco de pies a cabeza, con la cara embozada con un barbijo, las manos enguantadas en látex empuñando un escalpelo con el que capaba diestramente una serie infinita de gatos que le eran suministrados por una cinta transportadora. Era la solución para su venganza. Lo llamó por teléfono. El tipo lo atendió con mucha parquedad y cuando Juan se presentó como el Director del Botánico le preguntó si estaba hablando desde su oficina. Juan le respondió que sí y Cerverizzo le pidió que lo llamara desde otro lugar porque: “esa línea no era segura”. A Juan se le antojó que el hombre era un paranoico y que tal vez la paranoia era contagiosa, ya que le pareció notar un ruido de fondo en la comunicación. Decidió seguir el consejo de Cerverizzo y llamarlo más tarde desde su casa.

No bien cortó con el individuo, Marta le avisó por el interno que estaba esperando en línea una señora muy simpática que deseaba hablar con Juan en nombre de la “sociedad de damas alimentadoras de gatos”, de la cual alegaba ser la presidenta.

Sonaba a disparate la existencia de ese tipo de asociación y era muy extraño que se contactaran con Juan acto seguido de su comunicación con Ceverizo. Además, después del asesinato de sus peces no estaba dispuesto a confraternizar con el enemigo, y menos con alguna vieja maniática impregnada de olor a orina de gato, de modo que le dijo a Marta que pusiera cualquier pretexto para sacarse de encima a la mujer. Aunque con su tono de voz le hizo notar a Juan que no estaba de acuerdo con esas instrucciones, la secretaria las cumplió.

En cuanto llegó a su casa, Juan se comunicó con Ceverizzo, y le explicó sus desventuras con los gatos. El hombre le hizo saber que estaba al tanto de todo, y que unos meses atrás había elaborado un plan de esterilización para el anterior Director del Botánico, que no se pudo llevar a cabo a causa de la muerte del funcionario. Juan le preguntó sobre el costo de la campaña y el hombre le dijo que era gratuita porque se financiaba con fondos de una fundación. El asunto pintaba bien, quedaron en reunirse la semana siguiente para avanzar en el estudio de la propuesta de Ceverizzo. Antes de cortar, el hombre le pidió que no comentara demasiado el tema porque había gente muy peligrosa que se oponía a las esterilizaciones. Juan pensó, medio en broma, en las tres viejas con sus gatos vigilando las ventanas de su despacho. Por otra parte ¿qué problema podía haber en castrar unos cuantos gatos? Se castraban vacunos, lanares y porcinos, hasta existían pollos capones y a nadie parecía importarle demasiado.

Al día siguiente se dedicó a pedir precios para colocar alrededor de la fuente de los peces una defensa de cristal templado que fuera lo suficientemente alta para defenderlos de las zarpas de los mininos. Los números eran prohibitivos y excedían toda posibilidad de compra directa. Había hecho demasiada bambolla con el asunto de los peces y los gatos lo estaban convirtiendo en un hazmerreír.

La señora de la “asociación de damas alimentadoras” volvió a llamar, y después de meditarlo resolvió atenderla. Era previsible que la ignota ONG que decía presidir se alistara en el bando opositor a las castraciones. Convenía averiguar con discreción quiénes eran, cuántas eran y sobre todo qué capacidad de movilización y llegada a la prensa podían tener. Costaba imaginarse a miles de viejas rodeando con un abrazo simbólico al Botánico, o impidiendo con un piquete el paso de los castradores, pero los medios podían husmear una historia sensiblera con hadas madrinas y villanos. Lo sorprendió la voz de su interlocutora: era cálida y no parecía en modo alguno la de una vieja sino la de una mujer de entre cuarenta y cincuenta años. Le dijo que quería que se conocieran para conversar de cosas de “mutuo interés” pero que una entrevista en las oficinas del Botánico era, a juicio de la dama, demasiado formal. Terminó invitándolo a que se reunieran a tomar unos tragos en un conocido bar del centro ese mismo día a las ocho. Juan estuvo a punto de rehusar la invitación con alguna excusa, pero todo indicaba que la mujer se le estaba insinuando y eso despertó su curiosidad. Esa noche no tenía nada planeado de modo que aceptó la invitación. La mujer le pidió que fuera puntual y bromeó acerca de que la reconocería muy fácilmente ya que era morocha de pelo largo y con un inconfundible aspecto gatuno. Cortó antes de que Juan le preguntase su nombre.

Cuando Juan entró al bar lo saludó desde lejos, evidentemente sabía que era él. Lo estaba esperando sentada en una de las mesas, era una belleza a la que la madurez parecía sentarle tan bien como el elegante vestido negro que llevaba puesto. Le hizo acordar vagamente a alguien conocido, descartó a Morticia Adams. Juan se acercó y le iba a dar la mano pero la mujer le puso la cara para que le diera un beso, no tenía olor a gato sino a perfume importado. Juan no pudo evitar echarle una ojeada al interesantísimo escote sobre el cual lucía una cadenita de oro con un medallón que representaba lo que parecía ser un dios egipcio con cuerpo de mujer y cabeza de gato. ¿Le gusta? Preguntó la dama con fingidísima inocencia, y antes de que Juan encontrara una respuesta ingeniosa acotó: “Es Bast, hija de Ra, protectora de los gatos, debo advertirle que en algunos mitos egipcios asume una personalidad destructiva”. Juan pensó en sus bienamados peces, quizás inmolados en honor a Bast.

La mujer se presentó a sí misma como Felisa, parecía un nombre ad hoc. Estaba comiendo canapés y tomando una especie de clericó del cual había otro vaso esperando sobre la mesa. Le dijo a Juan que lo probara y éste aceptó la sugerencia, era rico y bastante fuerte. La conversación tomó un rumbo definido de flirteo. A Juan le llamó la atención que la mina no abordara el tema de los gatos, pero el asunto podía esperar. Era mejor evitar temas polémicos que los alejaran de lo que parecía insinuarse como un interés compartido: la cama. En un momento que después le resultó difícil de precisar Juan empezó a marearse. La mujer le pidió que la acompañara a dar un paseo porque “le quería mostrar algunas cosas de la noche que seguramente él no conocía”. Sonaba prometedor, Juan y Felisa salieron a la calle, los esperaba un automóvil lujoso manejado por un chofer. El hombre les abrió las puertas y una vez que se acomodaron en el espacioso asiento de atrás puso en marcha el vehículo. Durante el trayecto hacia un destino desconocido Juan se sintió cada vez más mareado, de todos modos , y solamente por cumplir, intentó un par de besos y manotazos que fueron controlados fácilmente por la mujer. El auto se detuvo frente a un lugar que a Juan le pareció conocido. El chofer lo remolcó afuera del vehículo y se abrieron un par de portones. Gracias al aire fresco de la noche Juan reaccionó lo suficiente para darse cuenta de que lo arrastraban por los caminos de granza del Botánico hasta el invernadero central.

El interior del edificio estaba iluminado con unas cuantas velas, parecían haberse congregado en él todos los gatos del Jardín celebrando algo que a Juan, debido a su deformación política, le pareció una especie de asamblea general. También parecían estar allí todas las viejas alimentadoras, cada una rodeada por su correspondiente grupo de mininos. A Juan lo sentaron, y ataron, en una silla ubicada en primera fila, frente a una especie de altarcito sobre el que descansaba una versión escultórica de la imagen de Bast. Tres viejas, similares o iguales a las brujas que vigilaban su oficina sostenían sendos platitos con porciones de carne que provenían necesariamente de un varón humano adulto. Juan sintió un escalofrío en sus partes íntimas cuando unos gatazos enormes se zamparon el manjar que las mujeres les entregaron.

Felisa, o como se llamara, se acercó a Juan y le dijo: “Juancito, te voy a dar el nombre del plato del día: Ceverizzo trozado. Y un consejo: no te metas más con nosotras ni con nuestros animalitos, si no querés terminar como este imbécil o como tu antecesor en el cargo. Me caés simpático y si te portás bien te vamos a dar una manito, por ejemplo con tu capricho de los peces”. Y agregó en un tono a la vez irónico y amenazador: “¿Estamos de acuerdo?”

Juan no tenía fuerzas ni para pedir socorro, por otra parte coligió que todo lo que pasaba no podía suceder sin la complicidad de la gente de vigilancia, y de quién sabía cuantos más. Era imposible resistirse, por lo menos en ese momento. “Mañana se van a enterar de quién es Juan Otegui” pensó sin demasiada convicción, y acto seguido hizo una seña de asentimiento.

Quería que todo terminara pronto. Lo aterró ver que Felisa empapaba un algodón en algo que olía a cloroformo, silenciosamente le dijo adiós a sus atributos.

Se despertó en su dormitorio gracias, por así decirlo, al zamarreo que le estaba propinando Manolo, el portero. El hombre le dijo que alguien lo había importunado con el timbre en mitad de la noche, y que cuando fue a abrir lo encontró a Juan durmiendo tirado en la vereda frente a la puerta de calle. El dejo admonitorio en la voz de Manolo y el olor a whisky que tenía en las ropas le hizo comprender que el portero estaba convencido de que se había pescado una curda fenomenal. Era al cohete explicarle la verdad, ... ¿o todo ese asunto de los gatos había sido una pesadilla?. Le dio una generosa propina a Manolo, que perdonó en el acto sus excesos, se tomó un café bien cargado y buscó en su agenda el número de Ceverizzo. En realidad no sabía si era el del domicilio o el de la oficina del “gran castrador” pero necesitaba saber si el tipo estaba vivo o muerto. En cuanto marcó sintió ruido de interferencia, y el teléfono de Ceverizzo daba permanentemente ocupado. Después pensó que si había habido un crimen real, lo mejor era no tener nada que ver en el asunto. Al instante que cortó sonó el timbre de su propio aparato, y una voz muy parecida a la de Felisa le advirtió “Juancito: ¿no te acordás de lo que te dijimos?”.

Al día siguiente, Juan compró todos los diarios de la mañana y comenzó a leerlos por la sección de policiales, no había noticia alguna del crimen de Ceverizzo. Se fue a un locutorio y desde allí llamó al teléfono del hombre, la respuesta fue: “no corresponde a un abonado en servicio”. El sitio web de los esterilizadores había desaparecido de la Internet.

Confundido, se dirigió a su oficina. Antes de entrar se dio una vuelta por el invernadero, no quedaban trazas del macabro festín de la víspera, ni siquiera había olor a gato. No intentó preguntarle al encargado del sector si había notado algo raro al abrirlo por la mañana, hubiera sido inútil.

Cuando subió a su despacho vio que sentado en un sillón de la antesala estaba un hombre cuya cara le resultó familiar. Adentro lo aguardaba Marta con un café y una noticia insólita: “El señor Romano, que está esperando desde las nueve, pregunta si lo puede recibir.”

Juan cayó entonces en la cuenta de porqué la cara del individuo le resultó conocida, era el ajo de todas las salsas de la vanity fair porteña. Había ganado fama primero como peluquero de artistas y modelos femeninas, y después como zar de los desfiles de modas.

Juan lo hizo pasar preguntándose para qué querría el tipo hablar con él. Romano estaba vestido de sport, y su camisa medio desabrochada permitía ver que usaba un medallón parecido al de Felisa.

No hizo ninguna referencia a la mujer, su propuesta era realizar en los jardines un desfile con el leit motiv de los gatos. El botánico recibiría una sustancial participación en la venta de entradas y en los derechos de televisación del evento. A cuenta de esos ingresos le dejó un cheque, por un valor que ¡sorpresa! resultaba equivalente al de los cristales templados para la fuente de los peces, y un sobre conteniendo el diez por ciento de aquella cifra en efectivo. Juan se embolsó el sobre y le dijo al peluquero que el asunto requería de la autorización de sus superiores, hasta tanto el cheque quedaba en custodia en la caja fuerte de la oficina. Se despidió de Romano y le indicó a Marta que tratara de comunicarlo con el Intendente.

Cuando pudo hablar con el Lord Mayor y le comentó la propuesta de Romano, el otro, con voz de “¿cómo no se me ocurrió?” le dio su permiso para el desfile.

La noche del evento el Jardín estaba iluminado a giorno y alrededor de las mesas que rodeaban la pasarela se sentaban todos los personajes de la movida local más unos cuantos capitostes de la política, entre ellos el Intendente y el mismísimo Presidente con su Senadora esposa, Juan, nerviosísimo, compartía la mesa con ellos.

Las primeras modelos, cada una con un gato en brazos comenzaron a transitar la pasarela al ritmo de la inevitable música de la comedia musical “Cats”. Los asistentes no mezquinaron sus aplausos durante todo el desfile. A la senadora se la veía en su salsa. El éxito fue total, y como corolario del mismo a Juan le pareció ver que alguno de los ojos del presidente le dedicaba un guiño aprobatorio. Tal vez su carrera política tenía todavía mucho hilo en el carretel.

Después de que terminó todo, y recibió las felicitaciones de conocidos y desconocidos, Juan se fue a su casa, esa vez sí, acompañado por Marta. En la cama, en uno de los entreactos, notó que la chica se parecía bastante a Felisa. En cuanto a Ceverizzo, para qué preocuparse, seguramente se merecía lo que le pasó. ¡Qué idea más estúpida esa de meterse con los pobres gatitos!.

Félix Feliciano

miércoles, diciembre 20, 2006

El personaje del año 2006 según Time eres tú.


Por dominar las riendas de los medios globales, por fundar y enmarcar la nueva democracia digital, por trabajar por nada y por vencer a los profesionales en su propio juego, la Persona del Año 2006 de Time eres tu ....vos ....yo.

¡ Feliz navidad y año nuevo !

lunes, diciembre 18, 2006

Inaguramos la temporada!!!!



Con una sensación térmica de 40 grados inaguramos la temporada!!!!
Pato al agua y no nos tengan envidia .

miércoles, diciembre 13, 2006

Un cuento "Holograma".

Con mi hija Sofía tenemos conversaciones de "alto vuelo".En una de nuestras últimas charlas, camino a la escuela, me preguntó -mamá,¿si las personas que se mueren van al cielo , lo que veo yo desde acá es el piso del cielo o el techo del cielo?- .Respondí que como todavía no había muerto no lo sabía.Entonces, viendo que mi respuesta era muy concreta, pasó a la segunda -mamá, ¿ que cosas te hacen feliz?- .Acá no dude y contesté -Sofí, los cuentistas me hacen feliz- .Los cuentistas son esas personas capaces de contar o escribir historias jugando con la realidad y la fantasía de lo cotidiano.Por este motivo en este blog, cada tanto, encontrarán un cuento.

El cuento de hoy se llama "Holograma"
de Francisco Azpiroz .
Diego,... obviemos tu título honorífico, pasá y tomá asiento. No nos vemos desde el ´76 pero me he mantenido al tanto de tu carrera dentro de la iglesia por los diarios y por comentarios de conocidos en común. Supongo que para facilitarla habrás tenido que hacer unos cuantos retoques a tus ideas de entonces. Lo que no deben haber cambiado son tus preferencias en materia de infusiones, ahí tenés lo necesario para cebarte unos mates, como yo tampoco he cambiado en ese aspecto me voy a preparar un té.

Cuando te pedí por teléfono que nos reuniéramos para hablar de un asunto relacionado con aquella época me cuidé de no abundar en detalles. Hubiesen sido innecesarios para que te dieras cuenta de que el tema iba a ser Laura.

Hace unos días, en forma fortuita, me enteré de cosas relacionadas con esa mujer que me afectaron profundamente y necesito contártelas. Quizás alguna de ellas te sorprenda, pero me inclino a pensar que no van a ser una novedad para vos, que debés saber del asunto mucho más de lo que yo sé. En cualquiera de los casos presumo que tu primera reacción va a ser tacharme de fabulador, permitime aconsejarte de antemano que te ahorres el esfuerzo de hacerlo.

Puede ser que gran parte de lo que voy a relatar te resulte tediosa, para darle coherencia no tengo más remedio que rememorar hechos y circunstancias harto conocidos para nosotros dos. Te pido que tengas paciencia y me escuches hasta el final sin interrumpirme.

A fines de los ´60, vos, yo y unos cuantos “nenes y nenas bien” con ganas de ayudar a la gente más humilde colaboramos con el padre Carlos en la capillita de la villa de Retiro. En ese entonces a los barrios de emergencia de Buenos Aires todavía no se los llamaba por números, tal vez porque eran menos.

Hacíamos lo que podíamos: oficiábamos de monaguillos, servíamos a los feligreses la comida que se les daba después de las misas, y brindábamos apoyo escolar a los chicos. De vez en cuando nos juntábamos con Carlos para hablar un poco de religión y mucho de política. Era un cura tercermundista de ideas muy radicales, pero en ese entonces todavía no había alcanzado los niveles de exposición pública que lo llevaron a ser asesinado unos años después. Entre los varones, vos, el intelectual del grupo, eras el que más coincidía con su forma de pensar y hasta te animabas a hacer acotaciones bastante pedantes sobre la “teología de la liberación” tan en boga entonces. Yo, aunque sentía admiración por Carlos, discrepaba bastante con él, era y sigo siendo más bien un conservador. En esas reuniones en las que el mate circulando en rueda parecía reforzar el espíritu de comunión entre los participantes, yo era el único que tomaba té, el mate siempre me produjo acidez, y eso contribuía a que me consideraran un poco distante de la onda “nacional y popular” que imperaba, no se equivocaban. Entre las chicas, sin excepciones, todas adoraban a Carlos. Escuchaban atentamente lo que decía, pero creo que más que sus palabras las seducían su convicción y su pinta.

La más linda del grupo era Laura. Es difícil que alguno de nosotros pueda olvidarla, nadie era inmune a su belleza de cabellos castaños y ojos claros. Para suerte o desgracia, no supe nunca por qué, me dio bola a mí. Fuimos noviecitos en la manera que se acostumbraba en esa época y en nuestra clase social. Fiestas en las casas, algún baile de smoking, de vez en cuando un poco de rasque en una boite, y un poquito más en el zaguán. Las cosas no pasaban de eso.

Cuando entraste en el seminario el grupo empezó a desarmarse, muchos nos enfrascamos en nuestras carreras universitarias. Algunos, como Laura, eligieron disciplinas vinculadas con los fenómenos sociales.

Por entonces a buena parte de la juventud la religión comenzó a parecerle un medio lento y poco efectivo para cambiar la realidad de los pobres. Su impaciencia se puso a soñar la revolución. Inventaron una fe lega y sincrética con dos “santos y mártires” a los cuales veneraban sin beneficio de inventario: el “Che Guevara” y “Evita”. Sus figuras se yuxtaponían en el altar imaginario de sus fieles como jamás lo hicieron en el transcurso de sus vidas , y como sólo lo harían, post mortem, en un musical de Brodway.

El viejo manejador que movía los hilos desde España y la izquierda local que pretendía manejarlo a él vivían un matrimonio de conveniencia cuyo principal fin era obvio: “patearle el acuerdo a Lanusse”. Para cualquiera que la mirara de afuera aquella sociedad de socorros mutuos estaba condenada a romperse en cuanto se hiciera con el poder. Pero los incrédulos éramos muchos menos que los que necesitaban creer .

A mediados del ´71, cuando promediaban sus estudios de sociología, las ideas de Laura fueron perdiendo la espontaneidad que antes solían tener, y quedaron reducidas a un catálogo de consignas de confección. Mi escepticismo y mi conservadurismo me convirtieron a su parecer en un “gorila” sin derecho alguno a defensa. Discutíamos todos los días. Empecé a sospechar que detrás de ese cambio se escondía la influencia de alguien. Mi presunción se confirmó cuando cortó conmigo pretextando incompatibilidades ideológicas. Tardé poco en enterarme de que estaba saliendo con un compañero de la facu y de que ambos militaban en la “tendencia”. En esos años se hacía uso y abuso del verbo “militar”, al que se atribuía un significado parecido a redimir y se solía conjugar en el modo imperativo.

Más allá de nuestras divergencias políticas yo seguía empecinadamente enamorado de Laura. Me cansé de llamarla por teléfono sin que ella respondiera. Necesitaba verla y conocer la cara del que me la había robado; mi rencor no se conformaba con imaginarla y exigía su identikit. Recurrí a Rosa, una chica del grupo que seguía en contacto con mi ex. Me comentó que Laura y Rubén, (así me dijo que se llamaba el tipo), solían reunirse con otros estudiantes en un barsucho de la calle Independencia, cerca de la facultad. Pasé incontables horas espiando el local desde la vereda de enfrente hasta que un viernes a la tardecita los vi.

Laura estaba más linda que nunca sentada en una mesa con compañeros y compañeras de estudios. A su lado, ocupando la cabecera estaba un gordito de barba desgreñada vestido con un anorak verde oliva, que más que ver, porque estaba bastante lejos, adiviné lleno de manchas de grasa. Supuse que era él, y se me hizo todavía más fácil detestarlo. Parecía desempeñar el rol de gurú del grupo, todos estaban pendientes de sus palabras, en especial Laura que lo miraba con adoración. Al contrario de lo que me ocurre a mí, a ella siempre le fascinaron los redentores. De repente, al alzar la vista para pedirle algo al mozo, Laura me vio y su expresión pasó sin solución de continuidad de la sorpresa al fastidio y del fastidio al desprecio. Caí en la cuenta de que estaba haciendo un papel muy triste, y avergonzado me di vuelta y me fui.

Poco después me enteré de que Laura y Rubén estaban viviendo juntos, mis ya menguadas esperanzas de reconquistarla se redujeron casi a cero. El golpe de gracia lo recibí cuando Rosa me contó que se habían casado y que vos, que entonces ya eras diácono, habías tomado parte en la ceremonia religiosa. Por supuesto ni siquiera recibí una participación.

En el ´73 fue lo de Ezeiza, me enteré de que Laura y Rubén estuvieron en lo peor del tiroteo y se salvaron por muy poco. Me alegré por ella.

Recién volví a verla por noviembre del ´75 en una fiesta de cumpleaños en lo de Rosa a la que vos no fuiste, creo que dijeron que estabas predicando un retiro espiritual en algún lugar del interior. Me saludó con un beso en la mejilla. Ella y su marido se sentaron en un sofá y como era de esperar Rubén se puso a hablar de política aburriendo a todo el mundo con su rebuscada explicación de por qué el entonces finado Perón nunca había sido peronista. Recitaba con voz pomposa ese y otros lugares comunes de la izquierda como si le hubieran sido revelados en aquel preciso instante. Creo que ni él mismo era capaz de discernir si su convicción era auténtica o fingida. El tipo era un fanático.

Yo hacía como que lo escuchaba mientras de reojo espiaba la expresión de la cara de Laura. No era de adoración (como aquella vez en el bar) sino una mezcla de hastío y temor. En un momento tanto ella como yo nos fuimos a la habitación de al lado donde estaban las bebidas. Mientras su marido seguía divagando nos pusimos al día sobre nuestras respectivas vidas. Ella me preguntó si tenía novia y yo le pregunté si tenía hijos. Los dos sabíamos de antemano que la repuesta en ambos casos era negativa. Me dijo que me extrañaba y yo le contesté que la extrañaba también. Con Rubén en la pieza contigua la situación era incómoda y se hacía difícil prolongar la conversación. Quedamos en vernos. Le di un papelito con el teléfono y la dirección de mi departamento.

A los quince días Marta me comentó que le había llegado el rumor de que Rubén tenía algo que ver con los cuadros armados de Montoneros. Me pareció ridículo, me costaba imaginar al gordo charlatán en tenue de guerrillero. Me divertía más imaginarlo disfrazado de alce con un simpático par de cuernos que le serían provistos por su esposa con mi interesada colaboración. Lo de Monte Chingolo fue un par de días después y no me avergüenza reconocer que busqué con esperanza maligna, aunque en vano, el nombre de mi rival en la lista de los muertos. Mientras tanto el ansiado llamado de Laura no llegaba. Empecé a sospechar que la posible segunda parte de nuestro romance había quedado postergada sine die, y que tal vez Laura hubiera recompuesto su relación con el candidato a guampudo.

En marzo del ´76 los militares tomaron el poder terminando con la ficción de la presidencia de María Estela Martínez de Perón, más conocida por su nom de guerre: “Isabelita”, y dando comienzo a la etapa más dura de la represión a la guerrilla.

Laura me llamó por fin en mayo, desde un teléfono público. Determinó que nos íbamos a encontrar en mi departamento al día siguiente a las 12.00, ni siquiera me preguntó mi parecer. Yo sabía cual iba a ser la recompensa, pero el riesgo era alto, con el marido en quién sabía qué, la podían estar siguiendo.

Estuve con el alma en vilo hasta que sonó el portero eléctrico. En cuanto subió nos abrazamos, nos besamos, y en segundos estuvimos en la cama.

Hicimos el amor, al menos en ese momento así me pareció, aunque después en frío llegué a la conclusión de que lo de “amor” corrió exclusivamente por mi cuenta. Le pedí que dejara a su marido, que se viniera a vivir conmigo. Me contestó que se tenía que ir, y que era muy difícil que volviera a verme. Que por lo menos habíamos cumplido con algo que estaba pendiente hacía ya mucho tiempo. Si bien ya no estaba enamorada de Rubén, como compañera no quería abandonarlo justo en aquel momento. Me resultó imposible entender. si en las palabras “compañera” y “momento” privaba el significado político o el afectivo.

No pude hacerla cambiar de idea. Empezó a vestirse. En medio de mi desazón tuve un rapto de lucidez: le pregunté si había tomado alguna precaución, en la calentura yo no lo había hecho. Me contestó: “No tenés de que preocuparte, al fin y al cabo soy yo la que eligió esta fecha para que nos encontráramos”. Un último beso y se fue. Me pregunté si alguna vez la vería nuevamente, y si su respuesta había sido una afirmación o un acertijo.

No tuve más noticias de Laura ni de su marido hasta recibir tu llamado de agosto de ese año. Para ese entonces ya te habías ordenado y estabas de teniente cura en la Redonda de Belgrano. Me dijiste que era urgente pero que no podías contarme nada más por teléfono. Nos juntarnos en la iglesia a una hora en la que había pocos feligreses, fingimos que me confesaba con vos. Me contaste que se habían “chupado” a Rubén el día anterior y que Laura estaba escondida temiendo que le sucediera lo mismo. Sus respectivos padres no habían podido hacer nada, yo era su última esperanza. Sabías (siempre me pregunté cómo) que mi primo Julito era el secretario de Harguindeguy.

Me pediste que tratara salvar a Rubén y conseguir un salvoconducto para que Laura pudiera salir del país. Agregaste que estaba embarazada.

Me cruzaron la cabeza un montón de interrogantes y, debo reconocerlo, una tentación: de algún modo la vida de mi rival estaba en mis manos. Podía bajarle el pulgar con el sencillo recurso de la omisión. Deseché la idea, le pedí una reunión urgente a mi primo y me fui al Ministerio del Interior.

A Julito no le gustó para nada verme “mezclado en esas cosas de zurdos”, pero se acordaba de Laura y con un encogimiento de hombros me dijo que iba a ver qué podía hacer.

Tuve que salir al pasillo que había frente a su despacho mientras él hacía unas llamadas. Después de dos horas de espera me hizo pasar y me pidió que tomara asiento. Por Rubén no se podía hacer nada, “había muerto en un choque con un grupo de tareas”. Alguien había delatado su paradero, se resistió a disparos hasta el final, con el último tiro se suicidó. Pensé que Julito me mentía, o se limitaba a transmitirme la mentira que le había llegado. Fuera cual fuera la forma en que había muerto o tal vez estuviera por morir Rubén, sentí por primera vez un poco de respeto por él.

Mi primo me preguntó el nombre completo de Laura y al rato tuve en mis manos un salvoconducto. Me aclaró que tenía que irse del país en el transcurso de esa semana y que si se le llegaba a ocurrir volver no iba a poder interceder por ella. Me acompañó hasta la puerta de su oficina y en voz muy baja me recomendó que “me abriera de esa junta”.

Vos y yo nos encontramos de nuevo en el confesionario de la Redonda. Te dije que tenía el salvoconducto y que quería entregárselo personalmente a Laura, pero me disuadiste de hacerlo. Argumentaste que preferías ser vos el que le diera la noticia de la muerte de Rubén, no sabías en que forma podía reaccionar y estabas más entrenado que yo para lidiar con gente que atravesaba por esas circunstancias. Tampoco querías, “por la seguridad de todos” que yo supiera en qué lugar se refugiaba. Me pregunté si estabas metido en la guerrilla y hasta qué punto.

No me animé a contarte que sospechaba que el hijo por nacer de Laura podía ser mío, y que probablemente lo de Rubén no la afectara demasiado. Te pedí que le dijeras que quería verla aunque sólo fuera en el Aeropuerto, y que me avisaras de la manera que pudieras el número y horario del vuelo.

Durante los dos días siguientes no recibí ninguna comunicación tuya y empecé a ponerme nervioso. Cuando al tercer día fui a buscarte a la iglesia no te encontré, dijeron que habías salido sin dejar dicho adonde. Me quedé dando vueltas por la plaza de enfrente hasta que a las 19 te vi llegar. Fingiste que no me veías mientras con disimulo me señalabas la entrada del templo.

Tuve que actuar por tercera vez la pantomima de la confesión para enterarme de que Laura ya se había ido a España, y de que a pesar de tu intento de convencerla de lo contrario, sospechaba que yo había hecho poco o nada para evitar la muerte de Rubén. Le habías preguntado de dónde había sacado semejante idea, pero no te quiso responder. Por supuesto, se había negado de plano a verme.

Casi te agarré a trompadas en el confesionario. Me reprimí de hacerlo porque necesitaba que me informaras acerca de dónde vivía en España. Fue inútil, dijiste que no había dejado ninguna dirección, desconfié de que eso fuera cierto. Me despediste con el argumento de que en que cuando pasara algún tiempo seguramente Laura recapacitaría y se daría cuenta de lo mucho que yo había hecho por ella. La idea no me sirvió de consuelo.

Decidí intentar averiguar algo por intermedio de los padres de Laura, dejé transcurrir unos días y pasé por su casa, no había nadie, un vecino me dijo que se habían mudado afuera, ignoraba a dónde. No me atreví a tomar contacto con la familia de Rubén, no los conocía y el momento no era el más indicado para hacerlo, por su dolor y por mi seguridad.

Marta, que siempre había estado en contacto con Laura, tampoco fue de ayuda. No quería arriesgar a los suyos y había dejado de frecuentarla hacía ya bastante tiempo,.

Siguieron meses de desesperación en los cuales solamente pensaba en Laura y en su hijo que tal vez ya había nacido y quizás fuera mío. Jugué incluso con la idea de contratar un investigador privado en España para que se encargara de encontrarlos, pero ni siquiera estaba seguro de que fuese cierto que estuvieran viviendo en ese país.

Después conocí a Mariana, y poco a poco, aunque nunca del todo, me fui olvidando de Laura.

Con Mariana no pudimos tener hijos, tenía un problema para concebir para el cual no sirvieron los tratamientos médicos, y ahora ya estamos un poco grandes para adoptar. Le conté lo que pasó con Laura. Mariana es tan generosa que me instó a que tratara de averiguar si ese hijo que yo imaginaba existía. No le hice caso, el miedo a desilusionarme era demasiado grande.

Pero hace ya un par de semanas todo recomenzó. Iba manejando mi auto con la radio prendida, como lo hago habitualmente, me interesa estar al tanto de lo que pasa. El equipo de exteriores de una radio se hizo eco de un “escrache” más contra algún ex militar del “Proceso”. Estaba por cambiar de emisora cuando la movilera reporteó a una de las personas que participaban en la manifestación. La voz de la entrevistada era la de Laura.

La movilera cerró su nota recordando a los automovilistas que evitaran el lugar en que los hechos estaban ocurriendo porque el tránsito estaba cortado. No era lejos de donde yo me hallaba y pude llegar antes de que la gente se desconcentrara.

En frente del edificio, que estaba embadurnado de huevazos y pintadas, un grupo de muchachos gritaba consignas y revoleaba pancartas que rezaban “Agrupación Hijos”.

Entre ellos estaba Laura, pero no una Laura de cincuenta años, sino la de mis recuerdos, como era cuando la vi por última vez hacen ya veintisiete años.

Debía ser su hija,... a lo mejor mi hija .

Me acerqué a ella, con traje y corbata me sentía fuera de lugar. Me miró con prevención. Le pregunté si era la hija de Laura Mejía. Supe que sí porque llevaba un cartelito con la foto de Rubén y el epígrafe: “Rubén García desaparecido dic. 1976”. En lugar de contestarme me preguntó a su vez quién era yo. Le conté que era amigo de la que suponía era su madre y que quería saber qué había sido de ella.

Por toda respuesta me dijo: “Murió cuando yo era muy chica”. Mi cara debió trasuntar el impacto de la noticia. Eso la tranquilizó. Me preguntó con pena: “¿pero cómo...no lo sabía?”

Le pedí que por favor charláramos un poco en un bar que había en la esquina. El “escrache” estaba tocando a su fin y accedió a hacerlo, creo que la necesidad de saber fue más fuerte en ella que la desconfianza.

Mientras esperábamos nuestros cafés me dio más detalles sobre su madre. Me lo dijo sin anestesia: “Me tuvo al poco tiempo de llegar a España en febrero del ´77, y se suicidó en el ´83 cuando yo tenía seis años, la recuerdo poco pero dicen que era una mujer muy triste”.

La noticia de la muerte de Laura se hacía más dura por lo del suicidio. Me pregunté, un tanto presuntuosamente, si los remordimientos por haberle sido infiel a su marido conmigo podían haber sido uno de los motivos de su decisión. Pero no era tiempo de reprocharme cosas, estaba seguro de que no sería fácil tener otra oportunidad de charlar con la chica. Hice un rápido cálculo, si era mi hija debió haber nacido prematura. Era una posibilidad, pero lo más probable era que el padre fuese Rubén.

Me contó también que se llama Milagros, y que había vivido en España con sus abuelos maternos hasta que ellos también fallecieron a principios de los ´90. Después se mudó a Buenos Aires donde vivía con los García, los padres de Rubén. Desde hacían dos años se había unido a “Hijos”, quería que castigaran de algún modo a los responsables de la muerte de su papá.

Yo la miraba pensando cómo decirle que tal vez su padre no fuera aquel cuya muerte necesitaba tanto vengar, sino el individuo que estaba tomando café con ella en ese mismo momento. Pero no podía permitirme destruir su mundo y su escala de valores basándome en una mera suposición.

Aunque no tengo hijos suelo observar a los de otros. A veces sus facciones o su carácter son una mezcla de los de ambos progenitores, en otros casos es más acentuada la semejanza con uno de ellos, y en otros a primera vista no recuerdan a ninguno de los dos. Pero si uno los observa con atención y durante el tiempo suficiente, tarde o temprano podrá captar destellos que aunque sean tenues delatarán su filiación. Es como si uno observara un holograma de esos que suelen usarse para identificar productos comerciales y que presentan figuras o colores cambiantes de acuerdo al ángulo desde el cual se los mire.

Empecé a hablarle de su madre, de cuando trabajábamos en la villa con Carlos. Milagros absorbía esa información con avidez. Omití cuidadosamente cualquier referencia a mi noviazgo con Laura. La conversación se hizo más fácil y la chica empezó a relajarse, pero por más que la escrutaba su cara permanecía obstinadamente idéntica a la de Laura. Ya no sabía cómo hacer para retenerla a la espera de que el “holograma” emitiera algún reflejo, ya fuera de Rubén o mío.

Nada de eso sucedió hasta que ella dijo que se hacía tarde y que tenía que volver a su casa. En ese momento, cuando sacó de la cartera un lápiz y un papel para anotar mi teléfono, tuvo un gesto que me hizo recordar a alguien. Ese alguien no fue Rubén ni fui yo, sino vos.

Si pudieras pretextarías que no se le puede dar el valor de una prueba concluyente a una simple percepción. Pero no me hace falta un análisis de ADN para corroborar que Milagros es tu hija, ni tomarte el pulso para verificar que desde hace unos segundos es huérfana de madre y padre, esta vez en serio, aunque no lo sabe.

La acidez que provoca el mate a veces llega a ser mortal.

viernes, diciembre 08, 2006

HAIKU


Siempre se vuelve
con los viejos amores
o con los nuevos.

Llueve sin ruido
pero bajo el paraguas
funciona el beso.

No más rodeos
prefiere que la besen
a quemarropa.

Si el corazón
se aburre de querer
de que sirve.

Me gusta
mirar todo de lejos
pero contigo.

En plena noche
si mis manos te llaman
tus pechos vienen.

En todo idilio
una boca hay que besa
y otra es besada.

Las piernas de ella
nos dejaba sin habla
y arrugaditos.

Cuando te ríes
mis ojos te acompañan
con lagrimones.

Rincón de haikus M.Benedetti

miércoles, noviembre 29, 2006

CIBERACCION ARGENTINA


No me gusta que me tomen demasiado en serio, excepto cuando hablo en serio.
Ya es de público conocimiento la contraversia entre la República Argentina y la República oriental del Uruguay en relación a la construcción de la papelera sobre la margenes del rio Uruguay.
Hay un acuerdo bilateral con la Argentina que tiene como objetivo principal asegurar la "calidad de vida del agua del rio uruguay", rio que compartimos.Con la construcción de esta papelera los derechos argentinos se ven vulnerados.

Ciberacción
"NO A LA CONTAMINACIÓN".
Informarte en http://www.greenpeace.org.ar/papeleras .

Por un mundo mejor.

Se abre un nuevo blog para fomentar el dialogo entre Uruguay y Argentina frente al problemas de las papeleras.
Un grupo de artistas , personalidades de la cultura y organizaciones de ambos paises han tenido la brillante idea de crear un blog con el objetivo de promover el encuentro y la amistad entre ciudadanos que vivimos en la Argentina y en el uruguay.
Su dirección es
http://dialogorioplatense.blogspot.com

martes, noviembre 21, 2006

Mi hobby , EL TELAR.

El telar es un sólido eslabón entre el pasado y el presente.Ha sido testigo de pequeñas y grandes historias aborÍgenes.
Se necesita de constancia y paciencia, por eso se recomienda empezar con un telar pequeño.
Para mí es un desafio a la creatividad.Cada tejido pasa a ser único e irrepetible.Lo maravilloso es que nunca se deja de aprender la técnica.

miércoles, noviembre 15, 2006

Dactilar.

Este es un cuento del arquitecto Francisco Azpiroz con quien tuve el gusto de trabajar.


Dactilar

un cuento de Francisco L. Azpiroz Costa

Me he dejado crecer la barba, me he teñido el pelo y uso lentes de contacto de colores diferentes a los que me dio la naturaleza. Difícilmente pueda identificarme alguien a simple vista. Evito dejar mis huellas digitales en los objetos que toco, sería irónico que a mí, justamente a mí, me ubicaran por eso. Cuando todo empezó no creía en el destino; me parecía una simplificación de la filosofía fatalista para evitarse la tarea tediosa de analizar la variedad infinita de combinaciones de causa efecto que inciden en la concepción, vida, y muerte de los hombres. Pero hoy estoy en condiciones de asegurar sobre una base científica que para bien o para mal el destino existe.

Extraño mucho Buenos Aires, y de vez en cuando me doy una vuelta por algún cyber-café para leer los diarios de allá en la Internet. Afortunadamente ya se habla poco del “misterio de la desaparición del doctor Melquíades Romero”, que eran mi nombre y apellido hasta hace unos meses.

Recuerdo otras épocas en las cuales ese nombre y mi fotografía aparecían en artículos periodísticos que fueron sumamente útiles para promocionar mi carrera. Uno de ellos, en la revista dominical de un periódico muy importante llevaba por título: “El heredero de Vucetich”. Después de reseñar la historia del pionero de la dactiloscopia, el artículo me presentaba como la mayor eminencia argentina del momento en ese campo. En el reportaje que seguía a continuación, esbozaba mi teoría acerca de que las líneas que cada hombre llevaba en las yemas de sus dedos formando un dibujo peculiar inmutable y perenne, tenían un significado mucho más profundo que el de constituir un medio de identificación. Seguramente contenían información acerca de las características genéticas de cada persona. Si fuera posible descifrar esa información, la medicina dispondría de un medio de diagnóstico y prevención mucho más simple que el análisis del A.D.N., y yo, Melquíades Romero, estaba trabajando en un proyecto para lograrlo.

El artículo tuvo más repercusión que otros que había publicado en semanarios científicos. Al jubilarse mi antecesor en el cargo, fui ascendido a jefe del servicio de médicos forenses de la Morgue Judicial en donde trabajaba desde que me recibí de doctor en medicina. Aunque los medios académicos nacionales, seguramente por envidia, eran escépticos acerca de mis teorías, varios laboratorios extranjeros se interesaron en ellas y me propusieron financiar la investigación que estaba llevando a cabo. Me pedían a cambio la cesión de derechos sobre las aplicaciones prácticas que pudieran derivarse de lo que descubriera. Cerré trato con uno de ellos que me adelantó una cifra muy importante en dólares a cuenta de esos derechos. Todo me hacía vislumbrar un futuro de riquezas y honores, y hasta me animé a soñar con el Nobel.

Un día, hacen ya muchos años, durante las vacaciones que siguieron a mi ingreso a medicina, accedí a que una gitana me leyera las manos. No se si lo hice por curiosidad o rendido ante la insistencia de la mujer que era excepcionalmente cargosa. Me auguró una sarta de obviedades almibaradas, y se fue llevándose unos pesos que le parecieron pocos. Yo me quedé preguntándome si haberme sometido conscientemente a esa pequeña estafa también estaba escrito en la palma de mis manos. Después me puse a pensar si toda esa superchería no era sino el reflejo desvaído de algo que había tenido otro contenido en tiempos remotos, y luego había sido bastardeado por siglos de ignorancia. Tal vez ese pensamiento fue el germen de mi proyecto.

Durante mis estudios me sentí muy atraído por la genética, y cuando cursé medicina legal, al tomar contacto con la dactiloscopia, la idea adquirió forma concreta. Para prepararme a llevarla a la práctica estudié también programación, informática y criptografía. Mi especialización en medicina forense y mi ingreso en la Morgue Judicial tuvieron por objeto ponerme en contacto con cadáveres bien preservados en número suficiente para dar a mi investigación la base estadística necesaria para establecer tendencias claras.

Paralelamente a mis ocupaciones, en los primeros años de mi actuación en la Morgue, encaré la etapa inicial de mi proyecto que consistió básicamente en acopiar datos. Con un scanner portátil relevaba las huellas dactilares de los cadáveres y las cargaba en mi computadora junto con la información que podía obtenerse de cada uno de ellos: identidad (cuando se la conocía), edad al momento de morir, fecha y causa probable del deceso. El acopio de datos insumió dos años. Para ordenarlos diseñé un programa de clasificación de las huellas dactilares que mejoró todos los conocidos hasta entonces. Si bien el programa era solamente un complemento de la investigación principal, me valió el reconocimiento de mis colegas como el número uno en la especialidad

Poco tiempo antes de mi promoción a Jefe del Servicio de Medicina Forense, di comienzo a la segunda etapa del proyecto: el análisis de la información reunida. Mi intención inicial era verificar si existían patrones de huellas dactilares que se correspondieran con conjuntos de personas agrupadas según distintos criterios. La búsqueda era a tientas y pretendía detectar tendencias más que equivalencias exactas.

Trabajé primero con grupos de personas fallecidas a causa de la misma enfermedad, y no obtuve resultado alguno. Tampoco lo tuve cuando comparé huellas dactilares de personas que tenían la misma edad al momento de fallecer. Los comunes denominadores no surgían, las correspondencias eran casuales y no permitían inferir ninguna ley de carácter general.

Finalmente encontré mi “Piedra Roseta” cuando, sin el menor convencimiento y solamente para agotar las posibilidades de combinatoria, cotejé las huellas de personas agrupadas de acuerdo a sus fechas de defunción.

Ante mi asombro el programa encontró coincidencias en un determinado sector de las yemas de los dedos de casi todas las personas fallecidas en los mismos días. Las excepciones las constituían los que no habían fallecido por causas naturales y un par de casos que de acuerdo a las autopsias parecían haber sufrido trasplante de órganos.

A medida que verificaba caso por caso me fui convenciendo de la existencia de una ley según la cual nuestros cuerpos nacen con una especie de “fecha de vencimiento” llegada la cual dejamos de vivir.

Comparando las huellas de personas fallecidas en días sucesivos, descubrí que las variaciones eran graduales y que esas “fechas de vencimiento” se expresaban siguiendo un patrón continuo.

Al principio la ley me pareció relativamente lógica, cada organismo llevaba en sí mismo la información genética que determinaba su longevidad. Pero existen innumerables variables más allá de la información genética que influyen en la longevidad de las personas: su calidad de vida, su exposición o no a determinadas epidemias, y su acceso o no a servicios de medicina, entre otras. La “fecha de vencimiento” parecía prescindir de la consideración de esas variables, o en realidad no las consideraba variables sino circunstancias predeterminadas desde la concepción de cada uno de nosotros.

Dejé para más adelante el tema de las muertes por causas no naturales, y me concentré en la investigación de las dos consecuencias que surgían de lo descubierto hasta allí. La primera era que si había una “fecha de vencimiento”, también debía existir algo parecido a una “fecha de envase”; la segunda, la necesidad de descifrar el lenguaje en el que estaba escrito el calendario de las huellas dactilares.

Corroboré la existencia de la “fecha de envase” de manera inmediata, cotejando las huellas de personas nacidas el mismo día. Las coincidencias se registraban en un sector distinto de las yemas de los dedos, y como los dibujos no eran exactamente iguales deduje que estaban ligados con las fechas de concepción y no con las de nacimiento, las variaciones eran atribuibles a las diferencias entre los períodos de gestación.

Para poder decodificar lo que podría llamarse “calendario dactilar”, necesitaba una base de datos mucho más amplia que la que me podía proporcionar la Morgue, tanto en tiempo como en cantidad de individuos. Mi puesto de jefe del Servicio Forense Judicial me abrió la puerta del Departamento de Policía, (me debían unos cuantos favores), y la del Registro Nacional de las Personas.

Con mi scanner realicé un muestreo completo de fichas de personas y huellas digitales comenzando por los que databan de la época en la que la dactiloscopia comenzó a usarse como forma de identificación. Como subproducto de mi paso por el Departamento de Policía escamoteé los pasaportes que me fueron de tanta utilidad a posteriori.

La decodificación del lenguaje en que se expresaban las fechas de concepción y de fallecimiento me posibilitaría determinar cosas tan académicas como el inicio de la humanidad, y tan personales como la fecha de mi propia muerte.

Tras cinco meses de trabajo confeccioné un programa que decodificó el sistema numérico de las fechas de concepción y de muerte “natural” de las personas.

Con una mezcla de temor y aceptación de lo inevitable sometí mis huellas digitales al veredicto de la computadora. No me hizo feliz saber que de no ocurrir nada extraño, viviría hasta los ochenta y cinco años. Era una edad elevada, a la que pocos llegaban, pero muchos hombres abrigamos ciertas ilusiones de inmortalidad.

Lo que había descubierto cambiaría totalmente los criterios de acuerdo a los cuales suele clasificarse a la humanidad. A partir del conocimiento previo de la fecha de muerte de cada uno de nosotros, las divisiones de la sociedad según su grado de longevidad serían más importantes que las divisiones según inteligencia, belleza o riqueza.

¿Qué hombre o qué mujer (excepto por interés) unirían sus vidas con alguien destinado a morir joven? ¿Qué reacción tendrían los padres de hijos con ese mismo destino? ¿Cómo afectaría este conocimiento al mercado laboral, al de los seguros, y al de la medicina? ¿Qué ocurriría con la política? ¿Sólo podrían aspirar a cargos electivos aquellos cuya expectativa de vida fuera mayor que la duración de sus mandatos?

Probablemente no le conviniera a nadie que este conocimiento trascendiera, incluso a mis patrocinadores, que verían peligrar su negocio y tal vez optaran por eliminarme para impedir que eso sucediera. O quizás disponer de ese conocimiento le diera a quien fuera su dueño un poder nunca visto, y trataría de asegurarse de no compartirlo con nadie. Comencé a preguntarme si no estaba más cerca de conseguir un balazo que un Premio Nobel. Decidí que me convenía desaparecer lo antes posible.

Yo era soltero, no tenía novia ni parientes cercanos vivos. Aquellos que eventualmente me persiguieran no tenían manera de obligarme a reaparecer presionando sobre seres queridos.

Mis tiempos se estaban agotando, día por medio recibía llamados de mis patrocinadores pidiéndome una reunión para evaluar el avance de la investigación, finalmente fijamos fecha para el Lunes posterior a Pascua del año pasado, necesitaba los días del feriado de Semana Santa para poder viajar lo más lejos posible sin despertar sospechas

Eliminé de la computadora todos los archivos relacionados con mi investigación, pasé todo (base de datos y programas), a zips que a partir de ese momento llevo siempre conmigo. Fui retirando del banco poco a poco todos los fondos de los que disponía, incluido el adelanto de honorarios del laboratorio, y me dispuse a huir, pero antes en un rapto de inspiración pasé por la Morgue y escaneé las huellas dactilares de los dedos de los pies de una serie de cadáveres, incluyendo especialmente aquellos fallecidos por accidentes, homicidios, suicidios, y esos dos que parecían haber sufrido trasplantes.

Hace un par de días terminé de procesar esas huellas. Tal vez por un preconcepto las había ignorado en los primeros tramos de mi proyecto. En las yemas de los pies, con un código parecido al de las yemas de las manos figuran también las fechas de concepción y muerte de las personas. En los casos de muertes por causas naturales, (como parece ser el mío) ,coinciden con las de las manos .En los demás casos establecen una “fecha de muerte corregida”, excepto en los de suicidios.

A esta altura de mi investigación parecería ser que suicidarnos es la única posibilidad que tenemos de obrar sobre nuestro destino. He llegado por el camino de la ciencia a la conclusión de que todo, absolutamente todo en nuestras vidas está predeterminado. Conocer lo que no tiene remedio parecería algo sin sentido. Pero creo que de todos modos seguiré investigando las leyes que establecen las relaciones entre nuestro cuerpo y nuestro destino. Probablemente lo haga por la insensata razón de satisfacer una necesidad de saber casi visceral. Tal vez me tiente de nuevo la posibilidad de enriquecerme con mis descubrimientos. O quizás decida transcurrir mi vida leyendo el argumento que alguien o algo escribió para mí sin consultarme, hasta llegar a los ochenta y cuatro años y trescientos sesenta y cuatro días; y veinticuatro horas antes de la “fecha de vencimiento” ejercer mi cuota homeopática de libre albedrío.

Pero más allá de esa última alternativa, lo que yo... ¿decida? ya está escrito en mi destino, como este punto seguido.

martes, noviembre 07, 2006

Campaña a favor de los peores blogs.

Chusmeando por internet, leo que existe una lista de blogs mejores pagos.El primero de la lista, PlentyOfFish.com, factura la suma de 300.000 dólares!!!, por mes.Luego encontré un artículo donde la multimedia alemana Deustche Well premió a un argentino como el mejor blog.En síntesis, el dueño del blog que vivía en un pueblito de Buenos Aires terminó viviendo en Barcelona .... y seguramente forrado en guita.
Le verdad que después de leer esto, y mucho más, me deprimí.¡Nunca alcanzaría a ser como ellos!.Es más, yo creo que una multimedia me pagaría, sí seguro, pero para que no escriba más y deje de publicar mi blog.
Por suerte, Dios aprieta pero no ahorca, existen los premios "Pablito"para blogs como el mío, pésimos, como dice su creador, blogs mal diseñados, que no forman parte de ninguna revolución técnica ni estética, que no nos atrevemos a cambiar la plantilla por miedo que se nos borre todo, en definitiva, que no se toman nada en serio o que nos tomamos todo en su justo punto medio.
Yo me postuló como peor blog, y me tengo mucha fe.
Y desde acá, desde este humilde lugar, convocó a todos los peores blog para que nos unamos ¡ juntos por la derrota!.
Y como dijo Evita .....Volveré y seré millones.

Silvi

P.d: se aceptan ideas.

viernes, noviembre 03, 2006

Fotografía matemática.

El mundo esta lleno de cosas, formas, lugares, con sugerencias matemáticas.Sólo se necesita de una mirada matemática para descubrirlas.

Simetría


¿Que ángulo es?



Por debajo del índice de masa corporal
(IMC)

miércoles, noviembre 01, 2006

"Soy un chico tornillo", de José Solves.

Debido al éxito rotundo que tuvo mi artículo "Soy una chica tuerca", José Solves, Valenciano, de España , me envió este texto precioso via e -mail (todo lo que tenga más de 300 caracteres, en comentarios de este blog, no se puede depositar ).
Si alguno quiere hacer lo mismo, solo debe escribirme a lapulguita6@yahoo.com .
En cuanto a vos, José, gracias por existir.

SOY UN CHICO TORNILLO
La verdad es que siempre sentí curiosidad por ciertos establecimientos que se encontraban en la calle que recorría todos los días para dirigirme al colegio. Uno de ellos era el ultramarinos, me fascinaban los olores de los salazones, los distintos botes de especias que llenaban las paredes de colores, las cajas redondas con las sardinas expuestas a las inclemencias del tiempo y ellas allí siempre tan serias. Pero en la esquina se encontraba una ferreteria y a través de su cristal las distintas máquinas, clavos, tachuelas, martillos y toda clase de utensilios que me llamaban también la atención. Y entre todos aquel que de forma hexagonal encajaba abrazándose circularmente hasta no separarse nunca, porque al revés no podía ser como comprendí cuando fui más mayor.
La verdad creo que me pasé la mayor parte del tiempo buscando una tuerca.
Y así nunca separarme de la gente a la que quiero.
Un beso

sábado, octubre 28, 2006

"Soy una chica tuerca".


Esta soy yo con el primer auto que me regaló mi viejo .
Ya me perfilaba, con escasos dos años, una verdadera "CHICA TUERCA".
Para los que no entienden, se les llama así a todos aquellos que les fascinan los autos, las motos , "los fierros".
Como anécdota: En uno de mis tantos accidentes, le perdí el farolito izquierdo. Como no llegaba a los pedales, mi primo me ataba con una soga a su bicicleta, llevandome a "grandes velocidades", es así que en varias oportunidades terminé estrellada contra un portón, otras a un arból, otras a una pared, pero siempre salia ilesa.
Tengo que agradecer a mi madre que me envió esta foto, via e-mail, con una leyenda que dice -"Silvi,seguís igual.....despeinada y con un auto viejo"-.
¡Gracias mamá!.

jueves, octubre 26, 2006

Pintar con el mouse.


Pintando con el mouse, airbrush.

miércoles, octubre 25, 2006

Gnomos y hadas made in Argentina.


Estos son uno de mis tantos gnomos y hadas.
Por mucho tiempo trate de justificar, de mil maneras, mi fascinación por jugar con gnomos y hadas. De niña me fue fácil, porque de los niños es el reino de lo "intangible", pero de grande la cosa se me complicaba. A nadie le gusta que lo tilden de loco y menos si uno no lo es.
Podría decirles que todo tiene que ver con mis raíces "celtas-cubanas", de mi otra vida, pero la última vez que lo insinue en reunión de amigos uno se murió ........de la risa.Hasta el día de hoy recuerdo sus funerales, después de mi tataratatarabuelo que había muerto en brazos de una prostituta, era el segundo difunto que veía con una sonrisa de oreja a oreja.
Recurrí a mis abuelos para que me dieran su consejo, con la mala suerte que cuando Dios los creo lo agarraron cansado, un par salieron "antisabios" y otros viven en "el país de no me acuerdo, doy un pasito y me pierdo".
De el resto de la familia ni hablar, son aristocráticos descendientes del arca de Noe, demasiado terranales para hablarles de realismo mágico.
La única que me entiende es mi hija Sofía, de siete años, y sus amiga invisible "Lupita", que según me explicó tiene doble apellido.
Bueno señores apelo al niño que tiene adentro y no me juzquen por lo que no soy , "Loca".

Silpivipi