miércoles, diciembre 13, 2006

Un cuento "Holograma".

Con mi hija Sofía tenemos conversaciones de "alto vuelo".En una de nuestras últimas charlas, camino a la escuela, me preguntó -mamá,¿si las personas que se mueren van al cielo , lo que veo yo desde acá es el piso del cielo o el techo del cielo?- .Respondí que como todavía no había muerto no lo sabía.Entonces, viendo que mi respuesta era muy concreta, pasó a la segunda -mamá, ¿ que cosas te hacen feliz?- .Acá no dude y contesté -Sofí, los cuentistas me hacen feliz- .Los cuentistas son esas personas capaces de contar o escribir historias jugando con la realidad y la fantasía de lo cotidiano.Por este motivo en este blog, cada tanto, encontrarán un cuento.

El cuento de hoy se llama "Holograma"
de Francisco Azpiroz .
Diego,... obviemos tu título honorífico, pasá y tomá asiento. No nos vemos desde el ´76 pero me he mantenido al tanto de tu carrera dentro de la iglesia por los diarios y por comentarios de conocidos en común. Supongo que para facilitarla habrás tenido que hacer unos cuantos retoques a tus ideas de entonces. Lo que no deben haber cambiado son tus preferencias en materia de infusiones, ahí tenés lo necesario para cebarte unos mates, como yo tampoco he cambiado en ese aspecto me voy a preparar un té.

Cuando te pedí por teléfono que nos reuniéramos para hablar de un asunto relacionado con aquella época me cuidé de no abundar en detalles. Hubiesen sido innecesarios para que te dieras cuenta de que el tema iba a ser Laura.

Hace unos días, en forma fortuita, me enteré de cosas relacionadas con esa mujer que me afectaron profundamente y necesito contártelas. Quizás alguna de ellas te sorprenda, pero me inclino a pensar que no van a ser una novedad para vos, que debés saber del asunto mucho más de lo que yo sé. En cualquiera de los casos presumo que tu primera reacción va a ser tacharme de fabulador, permitime aconsejarte de antemano que te ahorres el esfuerzo de hacerlo.

Puede ser que gran parte de lo que voy a relatar te resulte tediosa, para darle coherencia no tengo más remedio que rememorar hechos y circunstancias harto conocidos para nosotros dos. Te pido que tengas paciencia y me escuches hasta el final sin interrumpirme.

A fines de los ´60, vos, yo y unos cuantos “nenes y nenas bien” con ganas de ayudar a la gente más humilde colaboramos con el padre Carlos en la capillita de la villa de Retiro. En ese entonces a los barrios de emergencia de Buenos Aires todavía no se los llamaba por números, tal vez porque eran menos.

Hacíamos lo que podíamos: oficiábamos de monaguillos, servíamos a los feligreses la comida que se les daba después de las misas, y brindábamos apoyo escolar a los chicos. De vez en cuando nos juntábamos con Carlos para hablar un poco de religión y mucho de política. Era un cura tercermundista de ideas muy radicales, pero en ese entonces todavía no había alcanzado los niveles de exposición pública que lo llevaron a ser asesinado unos años después. Entre los varones, vos, el intelectual del grupo, eras el que más coincidía con su forma de pensar y hasta te animabas a hacer acotaciones bastante pedantes sobre la “teología de la liberación” tan en boga entonces. Yo, aunque sentía admiración por Carlos, discrepaba bastante con él, era y sigo siendo más bien un conservador. En esas reuniones en las que el mate circulando en rueda parecía reforzar el espíritu de comunión entre los participantes, yo era el único que tomaba té, el mate siempre me produjo acidez, y eso contribuía a que me consideraran un poco distante de la onda “nacional y popular” que imperaba, no se equivocaban. Entre las chicas, sin excepciones, todas adoraban a Carlos. Escuchaban atentamente lo que decía, pero creo que más que sus palabras las seducían su convicción y su pinta.

La más linda del grupo era Laura. Es difícil que alguno de nosotros pueda olvidarla, nadie era inmune a su belleza de cabellos castaños y ojos claros. Para suerte o desgracia, no supe nunca por qué, me dio bola a mí. Fuimos noviecitos en la manera que se acostumbraba en esa época y en nuestra clase social. Fiestas en las casas, algún baile de smoking, de vez en cuando un poco de rasque en una boite, y un poquito más en el zaguán. Las cosas no pasaban de eso.

Cuando entraste en el seminario el grupo empezó a desarmarse, muchos nos enfrascamos en nuestras carreras universitarias. Algunos, como Laura, eligieron disciplinas vinculadas con los fenómenos sociales.

Por entonces a buena parte de la juventud la religión comenzó a parecerle un medio lento y poco efectivo para cambiar la realidad de los pobres. Su impaciencia se puso a soñar la revolución. Inventaron una fe lega y sincrética con dos “santos y mártires” a los cuales veneraban sin beneficio de inventario: el “Che Guevara” y “Evita”. Sus figuras se yuxtaponían en el altar imaginario de sus fieles como jamás lo hicieron en el transcurso de sus vidas , y como sólo lo harían, post mortem, en un musical de Brodway.

El viejo manejador que movía los hilos desde España y la izquierda local que pretendía manejarlo a él vivían un matrimonio de conveniencia cuyo principal fin era obvio: “patearle el acuerdo a Lanusse”. Para cualquiera que la mirara de afuera aquella sociedad de socorros mutuos estaba condenada a romperse en cuanto se hiciera con el poder. Pero los incrédulos éramos muchos menos que los que necesitaban creer .

A mediados del ´71, cuando promediaban sus estudios de sociología, las ideas de Laura fueron perdiendo la espontaneidad que antes solían tener, y quedaron reducidas a un catálogo de consignas de confección. Mi escepticismo y mi conservadurismo me convirtieron a su parecer en un “gorila” sin derecho alguno a defensa. Discutíamos todos los días. Empecé a sospechar que detrás de ese cambio se escondía la influencia de alguien. Mi presunción se confirmó cuando cortó conmigo pretextando incompatibilidades ideológicas. Tardé poco en enterarme de que estaba saliendo con un compañero de la facu y de que ambos militaban en la “tendencia”. En esos años se hacía uso y abuso del verbo “militar”, al que se atribuía un significado parecido a redimir y se solía conjugar en el modo imperativo.

Más allá de nuestras divergencias políticas yo seguía empecinadamente enamorado de Laura. Me cansé de llamarla por teléfono sin que ella respondiera. Necesitaba verla y conocer la cara del que me la había robado; mi rencor no se conformaba con imaginarla y exigía su identikit. Recurrí a Rosa, una chica del grupo que seguía en contacto con mi ex. Me comentó que Laura y Rubén, (así me dijo que se llamaba el tipo), solían reunirse con otros estudiantes en un barsucho de la calle Independencia, cerca de la facultad. Pasé incontables horas espiando el local desde la vereda de enfrente hasta que un viernes a la tardecita los vi.

Laura estaba más linda que nunca sentada en una mesa con compañeros y compañeras de estudios. A su lado, ocupando la cabecera estaba un gordito de barba desgreñada vestido con un anorak verde oliva, que más que ver, porque estaba bastante lejos, adiviné lleno de manchas de grasa. Supuse que era él, y se me hizo todavía más fácil detestarlo. Parecía desempeñar el rol de gurú del grupo, todos estaban pendientes de sus palabras, en especial Laura que lo miraba con adoración. Al contrario de lo que me ocurre a mí, a ella siempre le fascinaron los redentores. De repente, al alzar la vista para pedirle algo al mozo, Laura me vio y su expresión pasó sin solución de continuidad de la sorpresa al fastidio y del fastidio al desprecio. Caí en la cuenta de que estaba haciendo un papel muy triste, y avergonzado me di vuelta y me fui.

Poco después me enteré de que Laura y Rubén estaban viviendo juntos, mis ya menguadas esperanzas de reconquistarla se redujeron casi a cero. El golpe de gracia lo recibí cuando Rosa me contó que se habían casado y que vos, que entonces ya eras diácono, habías tomado parte en la ceremonia religiosa. Por supuesto ni siquiera recibí una participación.

En el ´73 fue lo de Ezeiza, me enteré de que Laura y Rubén estuvieron en lo peor del tiroteo y se salvaron por muy poco. Me alegré por ella.

Recién volví a verla por noviembre del ´75 en una fiesta de cumpleaños en lo de Rosa a la que vos no fuiste, creo que dijeron que estabas predicando un retiro espiritual en algún lugar del interior. Me saludó con un beso en la mejilla. Ella y su marido se sentaron en un sofá y como era de esperar Rubén se puso a hablar de política aburriendo a todo el mundo con su rebuscada explicación de por qué el entonces finado Perón nunca había sido peronista. Recitaba con voz pomposa ese y otros lugares comunes de la izquierda como si le hubieran sido revelados en aquel preciso instante. Creo que ni él mismo era capaz de discernir si su convicción era auténtica o fingida. El tipo era un fanático.

Yo hacía como que lo escuchaba mientras de reojo espiaba la expresión de la cara de Laura. No era de adoración (como aquella vez en el bar) sino una mezcla de hastío y temor. En un momento tanto ella como yo nos fuimos a la habitación de al lado donde estaban las bebidas. Mientras su marido seguía divagando nos pusimos al día sobre nuestras respectivas vidas. Ella me preguntó si tenía novia y yo le pregunté si tenía hijos. Los dos sabíamos de antemano que la repuesta en ambos casos era negativa. Me dijo que me extrañaba y yo le contesté que la extrañaba también. Con Rubén en la pieza contigua la situación era incómoda y se hacía difícil prolongar la conversación. Quedamos en vernos. Le di un papelito con el teléfono y la dirección de mi departamento.

A los quince días Marta me comentó que le había llegado el rumor de que Rubén tenía algo que ver con los cuadros armados de Montoneros. Me pareció ridículo, me costaba imaginar al gordo charlatán en tenue de guerrillero. Me divertía más imaginarlo disfrazado de alce con un simpático par de cuernos que le serían provistos por su esposa con mi interesada colaboración. Lo de Monte Chingolo fue un par de días después y no me avergüenza reconocer que busqué con esperanza maligna, aunque en vano, el nombre de mi rival en la lista de los muertos. Mientras tanto el ansiado llamado de Laura no llegaba. Empecé a sospechar que la posible segunda parte de nuestro romance había quedado postergada sine die, y que tal vez Laura hubiera recompuesto su relación con el candidato a guampudo.

En marzo del ´76 los militares tomaron el poder terminando con la ficción de la presidencia de María Estela Martínez de Perón, más conocida por su nom de guerre: “Isabelita”, y dando comienzo a la etapa más dura de la represión a la guerrilla.

Laura me llamó por fin en mayo, desde un teléfono público. Determinó que nos íbamos a encontrar en mi departamento al día siguiente a las 12.00, ni siquiera me preguntó mi parecer. Yo sabía cual iba a ser la recompensa, pero el riesgo era alto, con el marido en quién sabía qué, la podían estar siguiendo.

Estuve con el alma en vilo hasta que sonó el portero eléctrico. En cuanto subió nos abrazamos, nos besamos, y en segundos estuvimos en la cama.

Hicimos el amor, al menos en ese momento así me pareció, aunque después en frío llegué a la conclusión de que lo de “amor” corrió exclusivamente por mi cuenta. Le pedí que dejara a su marido, que se viniera a vivir conmigo. Me contestó que se tenía que ir, y que era muy difícil que volviera a verme. Que por lo menos habíamos cumplido con algo que estaba pendiente hacía ya mucho tiempo. Si bien ya no estaba enamorada de Rubén, como compañera no quería abandonarlo justo en aquel momento. Me resultó imposible entender. si en las palabras “compañera” y “momento” privaba el significado político o el afectivo.

No pude hacerla cambiar de idea. Empezó a vestirse. En medio de mi desazón tuve un rapto de lucidez: le pregunté si había tomado alguna precaución, en la calentura yo no lo había hecho. Me contestó: “No tenés de que preocuparte, al fin y al cabo soy yo la que eligió esta fecha para que nos encontráramos”. Un último beso y se fue. Me pregunté si alguna vez la vería nuevamente, y si su respuesta había sido una afirmación o un acertijo.

No tuve más noticias de Laura ni de su marido hasta recibir tu llamado de agosto de ese año. Para ese entonces ya te habías ordenado y estabas de teniente cura en la Redonda de Belgrano. Me dijiste que era urgente pero que no podías contarme nada más por teléfono. Nos juntarnos en la iglesia a una hora en la que había pocos feligreses, fingimos que me confesaba con vos. Me contaste que se habían “chupado” a Rubén el día anterior y que Laura estaba escondida temiendo que le sucediera lo mismo. Sus respectivos padres no habían podido hacer nada, yo era su última esperanza. Sabías (siempre me pregunté cómo) que mi primo Julito era el secretario de Harguindeguy.

Me pediste que tratara salvar a Rubén y conseguir un salvoconducto para que Laura pudiera salir del país. Agregaste que estaba embarazada.

Me cruzaron la cabeza un montón de interrogantes y, debo reconocerlo, una tentación: de algún modo la vida de mi rival estaba en mis manos. Podía bajarle el pulgar con el sencillo recurso de la omisión. Deseché la idea, le pedí una reunión urgente a mi primo y me fui al Ministerio del Interior.

A Julito no le gustó para nada verme “mezclado en esas cosas de zurdos”, pero se acordaba de Laura y con un encogimiento de hombros me dijo que iba a ver qué podía hacer.

Tuve que salir al pasillo que había frente a su despacho mientras él hacía unas llamadas. Después de dos horas de espera me hizo pasar y me pidió que tomara asiento. Por Rubén no se podía hacer nada, “había muerto en un choque con un grupo de tareas”. Alguien había delatado su paradero, se resistió a disparos hasta el final, con el último tiro se suicidó. Pensé que Julito me mentía, o se limitaba a transmitirme la mentira que le había llegado. Fuera cual fuera la forma en que había muerto o tal vez estuviera por morir Rubén, sentí por primera vez un poco de respeto por él.

Mi primo me preguntó el nombre completo de Laura y al rato tuve en mis manos un salvoconducto. Me aclaró que tenía que irse del país en el transcurso de esa semana y que si se le llegaba a ocurrir volver no iba a poder interceder por ella. Me acompañó hasta la puerta de su oficina y en voz muy baja me recomendó que “me abriera de esa junta”.

Vos y yo nos encontramos de nuevo en el confesionario de la Redonda. Te dije que tenía el salvoconducto y que quería entregárselo personalmente a Laura, pero me disuadiste de hacerlo. Argumentaste que preferías ser vos el que le diera la noticia de la muerte de Rubén, no sabías en que forma podía reaccionar y estabas más entrenado que yo para lidiar con gente que atravesaba por esas circunstancias. Tampoco querías, “por la seguridad de todos” que yo supiera en qué lugar se refugiaba. Me pregunté si estabas metido en la guerrilla y hasta qué punto.

No me animé a contarte que sospechaba que el hijo por nacer de Laura podía ser mío, y que probablemente lo de Rubén no la afectara demasiado. Te pedí que le dijeras que quería verla aunque sólo fuera en el Aeropuerto, y que me avisaras de la manera que pudieras el número y horario del vuelo.

Durante los dos días siguientes no recibí ninguna comunicación tuya y empecé a ponerme nervioso. Cuando al tercer día fui a buscarte a la iglesia no te encontré, dijeron que habías salido sin dejar dicho adonde. Me quedé dando vueltas por la plaza de enfrente hasta que a las 19 te vi llegar. Fingiste que no me veías mientras con disimulo me señalabas la entrada del templo.

Tuve que actuar por tercera vez la pantomima de la confesión para enterarme de que Laura ya se había ido a España, y de que a pesar de tu intento de convencerla de lo contrario, sospechaba que yo había hecho poco o nada para evitar la muerte de Rubén. Le habías preguntado de dónde había sacado semejante idea, pero no te quiso responder. Por supuesto, se había negado de plano a verme.

Casi te agarré a trompadas en el confesionario. Me reprimí de hacerlo porque necesitaba que me informaras acerca de dónde vivía en España. Fue inútil, dijiste que no había dejado ninguna dirección, desconfié de que eso fuera cierto. Me despediste con el argumento de que en que cuando pasara algún tiempo seguramente Laura recapacitaría y se daría cuenta de lo mucho que yo había hecho por ella. La idea no me sirvió de consuelo.

Decidí intentar averiguar algo por intermedio de los padres de Laura, dejé transcurrir unos días y pasé por su casa, no había nadie, un vecino me dijo que se habían mudado afuera, ignoraba a dónde. No me atreví a tomar contacto con la familia de Rubén, no los conocía y el momento no era el más indicado para hacerlo, por su dolor y por mi seguridad.

Marta, que siempre había estado en contacto con Laura, tampoco fue de ayuda. No quería arriesgar a los suyos y había dejado de frecuentarla hacía ya bastante tiempo,.

Siguieron meses de desesperación en los cuales solamente pensaba en Laura y en su hijo que tal vez ya había nacido y quizás fuera mío. Jugué incluso con la idea de contratar un investigador privado en España para que se encargara de encontrarlos, pero ni siquiera estaba seguro de que fuese cierto que estuvieran viviendo en ese país.

Después conocí a Mariana, y poco a poco, aunque nunca del todo, me fui olvidando de Laura.

Con Mariana no pudimos tener hijos, tenía un problema para concebir para el cual no sirvieron los tratamientos médicos, y ahora ya estamos un poco grandes para adoptar. Le conté lo que pasó con Laura. Mariana es tan generosa que me instó a que tratara de averiguar si ese hijo que yo imaginaba existía. No le hice caso, el miedo a desilusionarme era demasiado grande.

Pero hace ya un par de semanas todo recomenzó. Iba manejando mi auto con la radio prendida, como lo hago habitualmente, me interesa estar al tanto de lo que pasa. El equipo de exteriores de una radio se hizo eco de un “escrache” más contra algún ex militar del “Proceso”. Estaba por cambiar de emisora cuando la movilera reporteó a una de las personas que participaban en la manifestación. La voz de la entrevistada era la de Laura.

La movilera cerró su nota recordando a los automovilistas que evitaran el lugar en que los hechos estaban ocurriendo porque el tránsito estaba cortado. No era lejos de donde yo me hallaba y pude llegar antes de que la gente se desconcentrara.

En frente del edificio, que estaba embadurnado de huevazos y pintadas, un grupo de muchachos gritaba consignas y revoleaba pancartas que rezaban “Agrupación Hijos”.

Entre ellos estaba Laura, pero no una Laura de cincuenta años, sino la de mis recuerdos, como era cuando la vi por última vez hacen ya veintisiete años.

Debía ser su hija,... a lo mejor mi hija .

Me acerqué a ella, con traje y corbata me sentía fuera de lugar. Me miró con prevención. Le pregunté si era la hija de Laura Mejía. Supe que sí porque llevaba un cartelito con la foto de Rubén y el epígrafe: “Rubén García desaparecido dic. 1976”. En lugar de contestarme me preguntó a su vez quién era yo. Le conté que era amigo de la que suponía era su madre y que quería saber qué había sido de ella.

Por toda respuesta me dijo: “Murió cuando yo era muy chica”. Mi cara debió trasuntar el impacto de la noticia. Eso la tranquilizó. Me preguntó con pena: “¿pero cómo...no lo sabía?”

Le pedí que por favor charláramos un poco en un bar que había en la esquina. El “escrache” estaba tocando a su fin y accedió a hacerlo, creo que la necesidad de saber fue más fuerte en ella que la desconfianza.

Mientras esperábamos nuestros cafés me dio más detalles sobre su madre. Me lo dijo sin anestesia: “Me tuvo al poco tiempo de llegar a España en febrero del ´77, y se suicidó en el ´83 cuando yo tenía seis años, la recuerdo poco pero dicen que era una mujer muy triste”.

La noticia de la muerte de Laura se hacía más dura por lo del suicidio. Me pregunté, un tanto presuntuosamente, si los remordimientos por haberle sido infiel a su marido conmigo podían haber sido uno de los motivos de su decisión. Pero no era tiempo de reprocharme cosas, estaba seguro de que no sería fácil tener otra oportunidad de charlar con la chica. Hice un rápido cálculo, si era mi hija debió haber nacido prematura. Era una posibilidad, pero lo más probable era que el padre fuese Rubén.

Me contó también que se llama Milagros, y que había vivido en España con sus abuelos maternos hasta que ellos también fallecieron a principios de los ´90. Después se mudó a Buenos Aires donde vivía con los García, los padres de Rubén. Desde hacían dos años se había unido a “Hijos”, quería que castigaran de algún modo a los responsables de la muerte de su papá.

Yo la miraba pensando cómo decirle que tal vez su padre no fuera aquel cuya muerte necesitaba tanto vengar, sino el individuo que estaba tomando café con ella en ese mismo momento. Pero no podía permitirme destruir su mundo y su escala de valores basándome en una mera suposición.

Aunque no tengo hijos suelo observar a los de otros. A veces sus facciones o su carácter son una mezcla de los de ambos progenitores, en otros casos es más acentuada la semejanza con uno de ellos, y en otros a primera vista no recuerdan a ninguno de los dos. Pero si uno los observa con atención y durante el tiempo suficiente, tarde o temprano podrá captar destellos que aunque sean tenues delatarán su filiación. Es como si uno observara un holograma de esos que suelen usarse para identificar productos comerciales y que presentan figuras o colores cambiantes de acuerdo al ángulo desde el cual se los mire.

Empecé a hablarle de su madre, de cuando trabajábamos en la villa con Carlos. Milagros absorbía esa información con avidez. Omití cuidadosamente cualquier referencia a mi noviazgo con Laura. La conversación se hizo más fácil y la chica empezó a relajarse, pero por más que la escrutaba su cara permanecía obstinadamente idéntica a la de Laura. Ya no sabía cómo hacer para retenerla a la espera de que el “holograma” emitiera algún reflejo, ya fuera de Rubén o mío.

Nada de eso sucedió hasta que ella dijo que se hacía tarde y que tenía que volver a su casa. En ese momento, cuando sacó de la cartera un lápiz y un papel para anotar mi teléfono, tuvo un gesto que me hizo recordar a alguien. Ese alguien no fue Rubén ni fui yo, sino vos.

Si pudieras pretextarías que no se le puede dar el valor de una prueba concluyente a una simple percepción. Pero no me hace falta un análisis de ADN para corroborar que Milagros es tu hija, ni tomarte el pulso para verificar que desde hace unos segundos es huérfana de madre y padre, esta vez en serio, aunque no lo sabe.

La acidez que provoca el mate a veces llega a ser mortal.

No hay comentarios.: