viernes, diciembre 29, 2006

Cerrando el 2006 con otro cuento.

Los gatos

Cuando Juan Otegui nació, quedaban nada más que saldos y retazos de lo que alguna vez fue el patrimonio familiar. Por demérito de dos generaciones desentendidas de su administración y dedicadas al dispendio financiado por hipotecas rara vez pagas, la importante estancia de sus bisabuelos había quedado reducida a una pequeña chacra. Juan se crió entre avergonzado y resentido de que le hubieran birlado un status al que, aunque sólo conoció por mentas, se sentía con derechos.

Con el propósito de adquirir las armas que le permitieran recuperarlo ingresó a los dieciocho años en la Facultad de Agronomía. Allí descubrió que la política lo atraía más que los estudios, y el poder casi tanto como el dinero. Para horror de sus padres, acérrimos antiperonistas, se incorporó a una corriente estudiantil justicialista. Poco a poco fue accediendo a puestos de cada vez mayor importancia dentro del Centro de Estudiantes. Se hizo ducho en el juego de las alianzas y las traiciones, desarrollando un olfato muy agudo para distinguir a qué sectores convenía arrimarse y cuándo despegarse de ellos. Gracias a esa habilidad consiguió el apoyo de un par de caciques de la provincia de Buenos Aires y en cuanto se recibió lo esperaba un puesto en la Secretaría de Agricultura Ganadería y Pesca. Eso motivó que las malas lenguas lo tacharan de “ñoqui”, pero Juan no creía merecer ese calificativo, como muchos políticos opinaba que el país tenía el deber de subvenir, a sabiendas o no, su benemérito accionar.

Con sentido de la oportunidad captó el reflujo de la marea “noventista” y el retorno de las ideas del “setentismo”. Eso le valió un ascenso y la inclusión en el envidiado grupo de los funcionarios que cobran un sobresueldo por debajo de la mesa. Pensó que su cursus honoris y el interés de sus mandantes lo llevarían inexorablemente a ocupar un puesto apetecible con acceso al manejo de la “caja”, como el que ocupaba Vilches, el sesentón a cargo de las licencias de pesca que era su superior inmediato. Confiado en sus contactos, maniobró entre bambalinas y le pareció que estaba a punto de lograrlo. Pero cuando al jovato lo jubilaron, en su lugar fue nombrado Peicovich, un santacruceño desconocido que aterrizó en el codiciado cargo cumpliendo con el único requisito indispensable: la “ bendición del Altísimo”. A Juan lo mandaron a lidiar con los gatos.

El Intendente de Buenos Aires, ex aliado del defenestrado gobierno radical, había devenido en incondicional partidario del oficialismo luego de que éste le brindó su apoyo para lograr ser reelecto. El pago de favores incluía la entrega al Justicialismo de determinada cantidad de cargos en el municipio. Como cambio chico de la transacción, alguien pidió para Juan el de Director del Jardín Botánico de la Ciudad, vacante en ese momento porque su anterior ocupante había fallecido en un accidente de auto hacía unos días. El “Lord Mayor” no opuso el menor reparo, el Jardín manejaba un presupuesto miserable.

Juan nunca supo con certeza quiénes fueron los hijos de puta que lo “recomendaron” para el puesto, pero era evidente que los sostenedores de Peicovich tenían algo que ver en el asunto. Tal vez lo consideraban una amenaza latente para su pupilo y se las habían arreglado para neutralizarlo mandándolo a un lugar que en política equivalía a vía muerta.

El día en que asumió, pasó por el Palacio Municipal para agradecerle al Intendente el cargo con el que lo había...¿honrado?. Después se tomó el subte para trasladarse al Botánico, su puesto no incluía automóvil oficial y la partida para viáticos era exigua.

Entró al Jardín por la puerta que da a Santa Fe, y caminó entre plantas, viejas y gatos hacia el castillete de ladrillos colorados situado en frente a dicho acceso. Allí estaba su despacho. Alguien le había comentado que en ese edificio funcionó en otros tiempos el Museo Histórico de la Nación. “Mis adversarios suponen que ya soy historia, –pensó con grandilocuentes ansias de revancha- pero de alguna manera me las voy a arreglar para sorprenderlos protagonizándola desde aquí.”

En el hall, Juan Otegui se dio a conocer a un ordenanza que lo miró de arriba abajo sin dar muestras de percatarse de la importancia de su persona. En el estado, los funcionarios políticos van y vienen pero los de planta quedan hasta llegar a la jubilación en inalterables e intocables capas geológicas; para despedir a uno sería necesario sacarle una foto en el acto de defecar sobre la bandera, y autenticarla ante escribano. Luego subió la escalera que conducía al primer piso y se dirigió a su oficina. Delante de la puerta lo esperaba su flamante secretaria, una ex compañera de la Facultad, a la que siempre le había tenido ganas y nunca había logrado que le diera ni la hora. De algún modo la mina se había enterado de su nombramiento y averiguado su teléfono. Lo había llamado bastante melosa para pedirle un puestito, cosa que consiguió de inmediato relegando a tres recomendadas y a un par de parientes pedigüeños. Lo recibió con una gran sonrisa y una pequeña minifalda y le dijo que la oficina ya estaba libre, hacía una hora los parientes del anterior Director habían retirado las últimas cosas de su propiedad.

Como primera medida Juan le indicó a Marta, así se llamaba la candidata a ocupar, en posición horizontal, el sofá que estaba en un rincón del despacho, que abriera unos paquetes que le había mandado traer. Contenían mementos destinados a demostrar su pertenencia al partido y su rango dentro del mismo.

Sobre el escritorio emplazó dos fotos, enmarcadas en plata salteña y las orientó de modo de no pasaran desapercibidas a un posible interlocutor. Daban testimonio (falso) acerca de quiénes eran sus padrinos: en una aparecía dando la mano al Presidente de la Nación y en la otra haciendo lo mismo con el Intendente de la Ciudad Autónoma.

Luego le pidió a la chica que subida a una escalerita retirara de la pared de atrás de escritorio un gran retrato de Thays, el fundador del Botánico, y en su lugar presentara los tres cuadros que había traído para completar la decoración. En el centro, su diploma de Ingeniero Agrónomo, y flanqueándolo, sendos retratos de Perón y de Evita. El general montado en el mitológico pinto, y la “Abanderada de los Humildes”, con su look de severos rodete y traje sastre de la época de la Fundación, el mismo con el que en los ´50 había monitoreado el comportamiento de los argentinos desde omnipresentes sellos postales, carteles y bustos. En cuanto al título, gracias a Dios esos documentos no revelaban las calificaciones de sus poseedores. Si así fuese en su caso se vería el diez que había obtenido en Botánica Taxonómica navegando solitario sobre un mar de aplazos, cuatros y cincos. Paradójicamente, maldijo para sus adentros, aquella nota debió haber sido exhumada, como argumento paupérrimo pero suficiente, a fin de “recomendarlo” para ocupar esa Dirección. Quién sabía cuantos estudiosos con antecedentes infinitamente mejores que los suyos habían quedado afuera por carecer de la palanca apropiada. “Que se jodan”, habría pensado en otras circunstancias, pero en este caso el jodido era él.

Satisfecho de la disposición de los cuadros y de la contemplación de las piernas de Marta desde un punto panorámico, llamó a un empleado de mantenimiento para que clavara los tres clavos que hacían falta, el hombre le dijo que martillo había pero clavos no. La cosa empezaba mal, Juan tuvo que pelar la billetera y mandar a la chica a comprarlos y traerlos antes de que terminara el horario de trabajo del tipo. “No van a faltar maneras de resarcirme del gasto”- se consoló.

Su oficina ocupaba el extremo norte del edificio, con tres ventanas que daban respectivamente hacia Las Heras, Plaza Italia y Santa Fé. Mientras miraba por ellas para ver si volvía Marta, se sorprendió al notar que en el Jardín, en frente a cada una de las ventanas había un banco y que en cada uno de esos bancos se sentaba una vieja con un gato en el regazo. Las viejas acariciaban distraídamente a sus respectivos gatos mientras mantenían la vista fija en las ventanas que parecían corresponderles. Pensó que era una coincidencia y buscó en su mente algún número de lotería relacionado con tres viejas y tres gatos, pero no lo encontró. A los cinco minutos, impaciente por la tardanza de su secretaria, volvió a mirar y las mujeres le devolvieron la mirada. Imaginó una variante brujil del sistema G.P.S. destinada a vigilar sus movimientos. Cuando llegó Marta con los clavos, Juan llamó al empleado de mantenimiento, que refunfuñando colgó los cuadros y se llevó el retrato de Thays a algún depósito.

Al día siguiente Juan emprendió una gira con el fin de conocer en detalle sus dominios. La impresión que se llevó fue deprimente: había una gran variedad de especies vegetales, pero quedaban pocos carteles de identificación y la mayoría de ellos estaban rotos o ilegibles: el motivo principal de ser del Jardín se cumplía sólo a medias. Las esculturas que intentaban hermosear el paseo exhibían amputaciones y fracturas de distinto grado, a casi todas les faltaba algún dedo y a todas las placas de bronce con el nombre de la obra de arte. Parecida suerte había corrido el reloj de sol al que le faltaban la aguja de bronce y la mitad del dial de mármol sobre el cual aquélla debió proyectar su sombra en tiempos mejores. En las fuentes, los peces de colores que alguna vez nadaron entre las plantas acuáticas, habían sido reemplazados por papeles, bolsitas de plástico y todo tipo de porquerías.

En medio del panorama decadente lo único que parecía haber progresado, en lo cuantitativo, era la población de gatos. Los había de todos los pelajes, edades y tamaños. El Jardín Botánico se había convertido en un santuario para esos felinos, algunos de ellos abandonados allí por sus dueños, otros arribados por sus propios medios, y muchos “nacidos y criados” en el lugar. En cada una de las entradas un cartel recordaba al público la prohibición de ingresar con perros. Los gatos se paseaban incólumes a lo largo de las rejas perimetrales practicando su deporte favorito: burlarse de los canes, la separación entre los barrotes les permitía entrar y salir a voluntad del predio e impedía que sus enemigos hicieran lo propio. Durante el día parecían hacer poco más que eso, cazar alguna paloma poco avisada, y holgazanear en las inmediaciones de las puertas esperando que las infalibles viejas les trajeran su comida. Juan se dijo que en tren de buscar un común denominador para las benefactoras de los gatos, lo de viejas era inexacto, porque algunas no pasaban de maduras, y que tal vez solitarias o compasivas podían resultar calificativos más adecuados. El intercambio entre las mujeres y los gatos parecía realizarse de acuerdo a ciertas reglas que ambas partes conocían muy bien. A determinados grupos de gatos correspondían determinadas alimentadoras, que se encargaban de distribuir la comida con criterios igualitarios a pesar de las pretensiones hegemónicas de los animales más grandes u osados. De parte de los gatos no se registraban muestras de agradecimiento efusivas, era como si las viejas cumplieran con un deber que tenían hacia ellos. Algunas de ellas eran prolijas, se diría que casi profesionales: traían la comida en bolsas o en bandejitas tipo rotisería, que arrojaban a la basura después de alimentar a los animales. Otras parecían regirse por el principio: “ donde cayó quedó”, y dejaban los canteros y caminos llenos de residuos.

Terminado el paseo Juan se sentó en su escritorio, le pidió a Marta que le trajera un café y se puso a hacer un balance de las escasas posibilidades que tenía de relanzar su carrera política. Había sondeado a sus contactos para que lo rescataran asignándolo a un puesto con más futuro, pero por el momento se habían mostrado renuentes a hacerlo, y podía pasar demasiado tiempo antes de que cambiaran de parecer. Muchos “compañeros” competían por cargos que siempre resultaban escasos pese a la inventiva inagotable de los políticos para crearlos. Decidió que no le quedaba más remedio que concentrarse en el plan “B”: realizar una gestión brillante que atrajera la atención de los medios y lo pusiera de nuevo en la pole position.

Como no disponía de presupuesto para remozar el paseo debía usar su imaginación para inventar algo que reuniera tres condiciones: costar poco, hacer mucho ruido, y no despertar los recelos de sus superiores. Era una tarea casi imposible.

A quién le importa el Botánico, -se preguntó- en el Zoológico, allá en frente, traen una pareja de tigres blancos o nace un cachorro de tapir y es una fiesta, todo el mundo se entera, hacen concursos para que los chicos les pongan un nombre. No me imagino a nadie entusiasmado si trajéramos un ejemplar de baobab, o si regaláramos plantines de araucaria. Muchos pagan para entrar al Zoológico, pero quién lo haría para entrar al Botánico: nadie. La mayor parte de la gente presta más atención a lo que es animado que a lo estático. Por alguna razón esa reflexión no lo llevó a pensar en lo obvio: los gatos, sino que motivó que surgiera en su mente una idea que le pareció brillante: repoblar las fuentes con peces de colores. Había visto cómo pugnaba el público por ver las carpas que nadaban en el lago del Jardín Japonés. Conseguir algunas de ellas por intermedio de la Dirección de Paseos de la Municipalidad no iba a ser difícil y tal vez se podía lograr sin gastar un peso. Pensó que el proyecto era por el momento su mejor chance y apostó todo a él .

Una vez que estuvo seguro de que le mandaran los peces hizo que limpiaran las fuentes y llamó a un par de amigos que tenía en un diario. Los tipos cumplieron y publicaron un artículo sobre el “relanzamiento de las fuentes del Botánico” incluidas fotos de los peces y de él mismo. Su momento de gloria duró poco, al día siguiente de la inauguración sólo quedaban un par de peces, seguramente los más precavidos, a los otros se los habían comido los gatos.

Ante la eterna disputa entre admiradores y detractores de los gatos Juan siempre había mantenido una posición de estricta neutralidad, pero la conspiración de los felinos en su contra los convertía en merecedores de su venganza. Jugó con la idea de exterminarlos pero la descartó. Era fácil anticipar cómo podía acabar el asunto: titulares grandilocuentes como “Holocausto en el Botánico” seguidos por sumario administrativo, exoneración y hasta cárcel. Para colmo, lo del exterminio ni siquiera era demasiado original: en la Internet un par de artículos recordaban un anterior intento de deshacerse de los gatos durante el “procesoico” que había comenzado con la excusa de llevarlos a poblar las islas del Tigre y terminado en matanza.

La misma Internet le sugirió una forma más sutil de revancha. Desde su página web, una sociedad propendía al control de los animales domésticos mediante un sencillo método: la esterilización. En el sitio de los castradores a Juan le llamó la atención una frase que auguraba un futuro ominoso para la humanidad: "Considerando que una pareja de gatos procrea una camada de 12 cachorros por año, y promediando cada uno de ellos 8 a 12 pariciones a lo largo de 10 años se habrán procreado en ese lapso: 80 millones de gatos.”

Juan se horrorizó imaginando al Botánico rebosante de mininos cubriendo como una alfombra peluda y variopinta los canteros, los árboles y hasta su escritorio. Al pie de la página figuraba el teléfono del Dr. Ignacio J. Cerverizzo. Debía ser el “gran castrador”. Juan se lo imaginó como una especie de Mengele parado junto a una camilla de acero inoxidable, vestido de blanco de pies a cabeza, con la cara embozada con un barbijo, las manos enguantadas en látex empuñando un escalpelo con el que capaba diestramente una serie infinita de gatos que le eran suministrados por una cinta transportadora. Era la solución para su venganza. Lo llamó por teléfono. El tipo lo atendió con mucha parquedad y cuando Juan se presentó como el Director del Botánico le preguntó si estaba hablando desde su oficina. Juan le respondió que sí y Cerverizzo le pidió que lo llamara desde otro lugar porque: “esa línea no era segura”. A Juan se le antojó que el hombre era un paranoico y que tal vez la paranoia era contagiosa, ya que le pareció notar un ruido de fondo en la comunicación. Decidió seguir el consejo de Cerverizzo y llamarlo más tarde desde su casa.

No bien cortó con el individuo, Marta le avisó por el interno que estaba esperando en línea una señora muy simpática que deseaba hablar con Juan en nombre de la “sociedad de damas alimentadoras de gatos”, de la cual alegaba ser la presidenta.

Sonaba a disparate la existencia de ese tipo de asociación y era muy extraño que se contactaran con Juan acto seguido de su comunicación con Ceverizo. Además, después del asesinato de sus peces no estaba dispuesto a confraternizar con el enemigo, y menos con alguna vieja maniática impregnada de olor a orina de gato, de modo que le dijo a Marta que pusiera cualquier pretexto para sacarse de encima a la mujer. Aunque con su tono de voz le hizo notar a Juan que no estaba de acuerdo con esas instrucciones, la secretaria las cumplió.

En cuanto llegó a su casa, Juan se comunicó con Ceverizzo, y le explicó sus desventuras con los gatos. El hombre le hizo saber que estaba al tanto de todo, y que unos meses atrás había elaborado un plan de esterilización para el anterior Director del Botánico, que no se pudo llevar a cabo a causa de la muerte del funcionario. Juan le preguntó sobre el costo de la campaña y el hombre le dijo que era gratuita porque se financiaba con fondos de una fundación. El asunto pintaba bien, quedaron en reunirse la semana siguiente para avanzar en el estudio de la propuesta de Ceverizzo. Antes de cortar, el hombre le pidió que no comentara demasiado el tema porque había gente muy peligrosa que se oponía a las esterilizaciones. Juan pensó, medio en broma, en las tres viejas con sus gatos vigilando las ventanas de su despacho. Por otra parte ¿qué problema podía haber en castrar unos cuantos gatos? Se castraban vacunos, lanares y porcinos, hasta existían pollos capones y a nadie parecía importarle demasiado.

Al día siguiente se dedicó a pedir precios para colocar alrededor de la fuente de los peces una defensa de cristal templado que fuera lo suficientemente alta para defenderlos de las zarpas de los mininos. Los números eran prohibitivos y excedían toda posibilidad de compra directa. Había hecho demasiada bambolla con el asunto de los peces y los gatos lo estaban convirtiendo en un hazmerreír.

La señora de la “asociación de damas alimentadoras” volvió a llamar, y después de meditarlo resolvió atenderla. Era previsible que la ignota ONG que decía presidir se alistara en el bando opositor a las castraciones. Convenía averiguar con discreción quiénes eran, cuántas eran y sobre todo qué capacidad de movilización y llegada a la prensa podían tener. Costaba imaginarse a miles de viejas rodeando con un abrazo simbólico al Botánico, o impidiendo con un piquete el paso de los castradores, pero los medios podían husmear una historia sensiblera con hadas madrinas y villanos. Lo sorprendió la voz de su interlocutora: era cálida y no parecía en modo alguno la de una vieja sino la de una mujer de entre cuarenta y cincuenta años. Le dijo que quería que se conocieran para conversar de cosas de “mutuo interés” pero que una entrevista en las oficinas del Botánico era, a juicio de la dama, demasiado formal. Terminó invitándolo a que se reunieran a tomar unos tragos en un conocido bar del centro ese mismo día a las ocho. Juan estuvo a punto de rehusar la invitación con alguna excusa, pero todo indicaba que la mujer se le estaba insinuando y eso despertó su curiosidad. Esa noche no tenía nada planeado de modo que aceptó la invitación. La mujer le pidió que fuera puntual y bromeó acerca de que la reconocería muy fácilmente ya que era morocha de pelo largo y con un inconfundible aspecto gatuno. Cortó antes de que Juan le preguntase su nombre.

Cuando Juan entró al bar lo saludó desde lejos, evidentemente sabía que era él. Lo estaba esperando sentada en una de las mesas, era una belleza a la que la madurez parecía sentarle tan bien como el elegante vestido negro que llevaba puesto. Le hizo acordar vagamente a alguien conocido, descartó a Morticia Adams. Juan se acercó y le iba a dar la mano pero la mujer le puso la cara para que le diera un beso, no tenía olor a gato sino a perfume importado. Juan no pudo evitar echarle una ojeada al interesantísimo escote sobre el cual lucía una cadenita de oro con un medallón que representaba lo que parecía ser un dios egipcio con cuerpo de mujer y cabeza de gato. ¿Le gusta? Preguntó la dama con fingidísima inocencia, y antes de que Juan encontrara una respuesta ingeniosa acotó: “Es Bast, hija de Ra, protectora de los gatos, debo advertirle que en algunos mitos egipcios asume una personalidad destructiva”. Juan pensó en sus bienamados peces, quizás inmolados en honor a Bast.

La mujer se presentó a sí misma como Felisa, parecía un nombre ad hoc. Estaba comiendo canapés y tomando una especie de clericó del cual había otro vaso esperando sobre la mesa. Le dijo a Juan que lo probara y éste aceptó la sugerencia, era rico y bastante fuerte. La conversación tomó un rumbo definido de flirteo. A Juan le llamó la atención que la mina no abordara el tema de los gatos, pero el asunto podía esperar. Era mejor evitar temas polémicos que los alejaran de lo que parecía insinuarse como un interés compartido: la cama. En un momento que después le resultó difícil de precisar Juan empezó a marearse. La mujer le pidió que la acompañara a dar un paseo porque “le quería mostrar algunas cosas de la noche que seguramente él no conocía”. Sonaba prometedor, Juan y Felisa salieron a la calle, los esperaba un automóvil lujoso manejado por un chofer. El hombre les abrió las puertas y una vez que se acomodaron en el espacioso asiento de atrás puso en marcha el vehículo. Durante el trayecto hacia un destino desconocido Juan se sintió cada vez más mareado, de todos modos , y solamente por cumplir, intentó un par de besos y manotazos que fueron controlados fácilmente por la mujer. El auto se detuvo frente a un lugar que a Juan le pareció conocido. El chofer lo remolcó afuera del vehículo y se abrieron un par de portones. Gracias al aire fresco de la noche Juan reaccionó lo suficiente para darse cuenta de que lo arrastraban por los caminos de granza del Botánico hasta el invernadero central.

El interior del edificio estaba iluminado con unas cuantas velas, parecían haberse congregado en él todos los gatos del Jardín celebrando algo que a Juan, debido a su deformación política, le pareció una especie de asamblea general. También parecían estar allí todas las viejas alimentadoras, cada una rodeada por su correspondiente grupo de mininos. A Juan lo sentaron, y ataron, en una silla ubicada en primera fila, frente a una especie de altarcito sobre el que descansaba una versión escultórica de la imagen de Bast. Tres viejas, similares o iguales a las brujas que vigilaban su oficina sostenían sendos platitos con porciones de carne que provenían necesariamente de un varón humano adulto. Juan sintió un escalofrío en sus partes íntimas cuando unos gatazos enormes se zamparon el manjar que las mujeres les entregaron.

Felisa, o como se llamara, se acercó a Juan y le dijo: “Juancito, te voy a dar el nombre del plato del día: Ceverizzo trozado. Y un consejo: no te metas más con nosotras ni con nuestros animalitos, si no querés terminar como este imbécil o como tu antecesor en el cargo. Me caés simpático y si te portás bien te vamos a dar una manito, por ejemplo con tu capricho de los peces”. Y agregó en un tono a la vez irónico y amenazador: “¿Estamos de acuerdo?”

Juan no tenía fuerzas ni para pedir socorro, por otra parte coligió que todo lo que pasaba no podía suceder sin la complicidad de la gente de vigilancia, y de quién sabía cuantos más. Era imposible resistirse, por lo menos en ese momento. “Mañana se van a enterar de quién es Juan Otegui” pensó sin demasiada convicción, y acto seguido hizo una seña de asentimiento.

Quería que todo terminara pronto. Lo aterró ver que Felisa empapaba un algodón en algo que olía a cloroformo, silenciosamente le dijo adiós a sus atributos.

Se despertó en su dormitorio gracias, por así decirlo, al zamarreo que le estaba propinando Manolo, el portero. El hombre le dijo que alguien lo había importunado con el timbre en mitad de la noche, y que cuando fue a abrir lo encontró a Juan durmiendo tirado en la vereda frente a la puerta de calle. El dejo admonitorio en la voz de Manolo y el olor a whisky que tenía en las ropas le hizo comprender que el portero estaba convencido de que se había pescado una curda fenomenal. Era al cohete explicarle la verdad, ... ¿o todo ese asunto de los gatos había sido una pesadilla?. Le dio una generosa propina a Manolo, que perdonó en el acto sus excesos, se tomó un café bien cargado y buscó en su agenda el número de Ceverizzo. En realidad no sabía si era el del domicilio o el de la oficina del “gran castrador” pero necesitaba saber si el tipo estaba vivo o muerto. En cuanto marcó sintió ruido de interferencia, y el teléfono de Ceverizzo daba permanentemente ocupado. Después pensó que si había habido un crimen real, lo mejor era no tener nada que ver en el asunto. Al instante que cortó sonó el timbre de su propio aparato, y una voz muy parecida a la de Felisa le advirtió “Juancito: ¿no te acordás de lo que te dijimos?”.

Al día siguiente, Juan compró todos los diarios de la mañana y comenzó a leerlos por la sección de policiales, no había noticia alguna del crimen de Ceverizzo. Se fue a un locutorio y desde allí llamó al teléfono del hombre, la respuesta fue: “no corresponde a un abonado en servicio”. El sitio web de los esterilizadores había desaparecido de la Internet.

Confundido, se dirigió a su oficina. Antes de entrar se dio una vuelta por el invernadero, no quedaban trazas del macabro festín de la víspera, ni siquiera había olor a gato. No intentó preguntarle al encargado del sector si había notado algo raro al abrirlo por la mañana, hubiera sido inútil.

Cuando subió a su despacho vio que sentado en un sillón de la antesala estaba un hombre cuya cara le resultó familiar. Adentro lo aguardaba Marta con un café y una noticia insólita: “El señor Romano, que está esperando desde las nueve, pregunta si lo puede recibir.”

Juan cayó entonces en la cuenta de porqué la cara del individuo le resultó conocida, era el ajo de todas las salsas de la vanity fair porteña. Había ganado fama primero como peluquero de artistas y modelos femeninas, y después como zar de los desfiles de modas.

Juan lo hizo pasar preguntándose para qué querría el tipo hablar con él. Romano estaba vestido de sport, y su camisa medio desabrochada permitía ver que usaba un medallón parecido al de Felisa.

No hizo ninguna referencia a la mujer, su propuesta era realizar en los jardines un desfile con el leit motiv de los gatos. El botánico recibiría una sustancial participación en la venta de entradas y en los derechos de televisación del evento. A cuenta de esos ingresos le dejó un cheque, por un valor que ¡sorpresa! resultaba equivalente al de los cristales templados para la fuente de los peces, y un sobre conteniendo el diez por ciento de aquella cifra en efectivo. Juan se embolsó el sobre y le dijo al peluquero que el asunto requería de la autorización de sus superiores, hasta tanto el cheque quedaba en custodia en la caja fuerte de la oficina. Se despidió de Romano y le indicó a Marta que tratara de comunicarlo con el Intendente.

Cuando pudo hablar con el Lord Mayor y le comentó la propuesta de Romano, el otro, con voz de “¿cómo no se me ocurrió?” le dio su permiso para el desfile.

La noche del evento el Jardín estaba iluminado a giorno y alrededor de las mesas que rodeaban la pasarela se sentaban todos los personajes de la movida local más unos cuantos capitostes de la política, entre ellos el Intendente y el mismísimo Presidente con su Senadora esposa, Juan, nerviosísimo, compartía la mesa con ellos.

Las primeras modelos, cada una con un gato en brazos comenzaron a transitar la pasarela al ritmo de la inevitable música de la comedia musical “Cats”. Los asistentes no mezquinaron sus aplausos durante todo el desfile. A la senadora se la veía en su salsa. El éxito fue total, y como corolario del mismo a Juan le pareció ver que alguno de los ojos del presidente le dedicaba un guiño aprobatorio. Tal vez su carrera política tenía todavía mucho hilo en el carretel.

Después de que terminó todo, y recibió las felicitaciones de conocidos y desconocidos, Juan se fue a su casa, esa vez sí, acompañado por Marta. En la cama, en uno de los entreactos, notó que la chica se parecía bastante a Felisa. En cuanto a Ceverizzo, para qué preocuparse, seguramente se merecía lo que le pasó. ¡Qué idea más estúpida esa de meterse con los pobres gatitos!.

Félix Feliciano

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