Este es un cuento del arquitecto Francisco Azpiroz con quien tuve el gusto de trabajar.
Dactilar
un cuento de Francisco L. Azpiroz Costa
Me he dejado crecer la barba, me he teñido el pelo y uso lentes de contacto de colores diferentes a los que me dio la naturaleza. Difícilmente pueda identificarme alguien a simple vista. Evito dejar mis huellas digitales en los objetos que toco, sería irónico que a mí, justamente a mí, me ubicaran por eso. Cuando todo empezó no creía en el destino; me parecía una simplificación de la filosofía fatalista para evitarse la tarea tediosa de analizar la variedad infinita de combinaciones de causa efecto que inciden en la concepción, vida, y muerte de los hombres. Pero hoy estoy en condiciones de asegurar sobre una base científica que para bien o para mal el destino existe.
Extraño mucho Buenos Aires, y de vez en cuando me doy una vuelta por algún cyber-café para leer los diarios de allá en la Internet. Afortunadamente ya se habla poco del “misterio de la desaparición del doctor Melquíades Romero”, que eran mi nombre y apellido hasta hace unos meses.
Recuerdo otras épocas en las cuales ese nombre y mi fotografía aparecían en artículos periodísticos que fueron sumamente útiles para promocionar mi carrera. Uno de ellos, en la revista dominical de un periódico muy importante llevaba por título: “El heredero de Vucetich”. Después de reseñar la historia del pionero de la dactiloscopia, el artículo me presentaba como la mayor eminencia argentina del momento en ese campo. En el reportaje que seguía a continuación, esbozaba mi teoría acerca de que las líneas que cada hombre llevaba en las yemas de sus dedos formando un dibujo peculiar inmutable y perenne, tenían un significado mucho más profundo que el de constituir un medio de identificación. Seguramente contenían información acerca de las características genéticas de cada persona. Si fuera posible descifrar esa información, la medicina dispondría de un medio de diagnóstico y prevención mucho más simple que el análisis del A.D.N., y yo, Melquíades Romero, estaba trabajando en un proyecto para lograrlo.
El artículo tuvo más repercusión que otros que había publicado en semanarios científicos. Al jubilarse mi antecesor en el cargo, fui ascendido a jefe del servicio de médicos forenses de la Morgue Judicial en donde trabajaba desde que me recibí de doctor en medicina. Aunque los medios académicos nacionales, seguramente por envidia, eran escépticos acerca de mis teorías, varios laboratorios extranjeros se interesaron en ellas y me propusieron financiar la investigación que estaba llevando a cabo. Me pedían a cambio la cesión de derechos sobre las aplicaciones prácticas que pudieran derivarse de lo que descubriera. Cerré trato con uno de ellos que me adelantó una cifra muy importante en dólares a cuenta de esos derechos. Todo me hacía vislumbrar un futuro de riquezas y honores, y hasta me animé a soñar con el Nobel.
Un día, hacen ya muchos años, durante las vacaciones que siguieron a mi ingreso a medicina, accedí a que una gitana me leyera las manos. No se si lo hice por curiosidad o rendido ante la insistencia de la mujer que era excepcionalmente cargosa. Me auguró una sarta de obviedades almibaradas, y se fue llevándose unos pesos que le parecieron pocos. Yo me quedé preguntándome si haberme sometido conscientemente a esa pequeña estafa también estaba escrito en la palma de mis manos. Después me puse a pensar si toda esa superchería no era sino el reflejo desvaído de algo que había tenido otro contenido en tiempos remotos, y luego había sido bastardeado por siglos de ignorancia. Tal vez ese pensamiento fue el germen de mi proyecto.
Durante mis estudios me sentí muy atraído por la genética, y cuando cursé medicina legal, al tomar contacto con la dactiloscopia, la idea adquirió forma concreta. Para prepararme a llevarla a la práctica estudié también programación, informática y criptografía. Mi especialización en medicina forense y mi ingreso en la Morgue Judicial tuvieron por objeto ponerme en contacto con cadáveres bien preservados en número suficiente para dar a mi investigación la base estadística necesaria para establecer tendencias claras.
Paralelamente a mis ocupaciones, en los primeros años de mi actuación en la Morgue, encaré la etapa inicial de mi proyecto que consistió básicamente en acopiar datos. Con un scanner portátil relevaba las huellas dactilares de los cadáveres y las cargaba en mi computadora junto con la información que podía obtenerse de cada uno de ellos: identidad (cuando se la conocía), edad al momento de morir, fecha y causa probable del deceso. El acopio de datos insumió dos años. Para ordenarlos diseñé un programa de clasificación de las huellas dactilares que mejoró todos los conocidos hasta entonces. Si bien el programa era solamente un complemento de la investigación principal, me valió el reconocimiento de mis colegas como el número uno en la especialidad
Poco tiempo antes de mi promoción a Jefe del Servicio de Medicina Forense, di comienzo a la segunda etapa del proyecto: el análisis de la información reunida. Mi intención inicial era verificar si existían patrones de huellas dactilares que se correspondieran con conjuntos de personas agrupadas según distintos criterios. La búsqueda era a tientas y pretendía detectar tendencias más que equivalencias exactas.
Trabajé primero con grupos de personas fallecidas a causa de la misma enfermedad, y no obtuve resultado alguno. Tampoco lo tuve cuando comparé huellas dactilares de personas que tenían la misma edad al momento de fallecer. Los comunes denominadores no surgían, las correspondencias eran casuales y no permitían inferir ninguna ley de carácter general.
Finalmente encontré mi “Piedra Roseta” cuando, sin el menor convencimiento y solamente para agotar las posibilidades de combinatoria, cotejé las huellas de personas agrupadas de acuerdo a sus fechas de defunción.
Ante mi asombro el programa encontró coincidencias en un determinado sector de las yemas de los dedos de casi todas las personas fallecidas en los mismos días. Las excepciones las constituían los que no habían fallecido por causas naturales y un par de casos que de acuerdo a las autopsias parecían haber sufrido trasplante de órganos.
A medida que verificaba caso por caso me fui convenciendo de la existencia de una ley según la cual nuestros cuerpos nacen con una especie de “fecha de vencimiento” llegada la cual dejamos de vivir.
Comparando las huellas de personas fallecidas en días sucesivos, descubrí que las variaciones eran graduales y que esas “fechas de vencimiento” se expresaban siguiendo un patrón continuo.
Al principio la ley me pareció relativamente lógica, cada organismo llevaba en sí mismo la información genética que determinaba su longevidad. Pero existen innumerables variables más allá de la información genética que influyen en la longevidad de las personas: su calidad de vida, su exposición o no a determinadas epidemias, y su acceso o no a servicios de medicina, entre otras. La “fecha de vencimiento” parecía prescindir de la consideración de esas variables, o en realidad no las consideraba variables sino circunstancias predeterminadas desde la concepción de cada uno de nosotros.
Dejé para más adelante el tema de las muertes por causas no naturales, y me concentré en la investigación de las dos consecuencias que surgían de lo descubierto hasta allí. La primera era que si había una “fecha de vencimiento”, también debía existir algo parecido a una “fecha de envase”; la segunda, la necesidad de descifrar el lenguaje en el que estaba escrito el calendario de las huellas dactilares.
Corroboré la existencia de la “fecha de envase” de manera inmediata, cotejando las huellas de personas nacidas el mismo día. Las coincidencias se registraban en un sector distinto de las yemas de los dedos, y como los dibujos no eran exactamente iguales deduje que estaban ligados con las fechas de concepción y no con las de nacimiento, las variaciones eran atribuibles a las diferencias entre los períodos de gestación.
Para poder decodificar lo que podría llamarse “calendario dactilar”, necesitaba una base de datos mucho más amplia que la que me podía proporcionar la Morgue, tanto en tiempo como en cantidad de individuos. Mi puesto de jefe del Servicio Forense Judicial me abrió la puerta del Departamento de Policía, (me debían unos cuantos favores), y la del Registro Nacional de las Personas.
Con mi scanner realicé un muestreo completo de fichas de personas y huellas digitales comenzando por los que databan de la época en la que la dactiloscopia comenzó a usarse como forma de identificación. Como subproducto de mi paso por el Departamento de Policía escamoteé los pasaportes que me fueron de tanta utilidad a posteriori.
La decodificación del lenguaje en que se expresaban las fechas de concepción y de fallecimiento me posibilitaría determinar cosas tan académicas como el inicio de la humanidad, y tan personales como la fecha de mi propia muerte.
Tras cinco meses de trabajo confeccioné un programa que decodificó el sistema numérico de las fechas de concepción y de muerte “natural” de las personas.
Con una mezcla de temor y aceptación de lo inevitable sometí mis huellas digitales al veredicto de la computadora. No me hizo feliz saber que de no ocurrir nada extraño, viviría hasta los ochenta y cinco años. Era una edad elevada, a la que pocos llegaban, pero muchos hombres abrigamos ciertas ilusiones de inmortalidad.
Lo que había descubierto cambiaría totalmente los criterios de acuerdo a los cuales suele clasificarse a la humanidad. A partir del conocimiento previo de la fecha de muerte de cada uno de nosotros, las divisiones de la sociedad según su grado de longevidad serían más importantes que las divisiones según inteligencia, belleza o riqueza.
¿Qué hombre o qué mujer (excepto por interés) unirían sus vidas con alguien destinado a morir joven? ¿Qué reacción tendrían los padres de hijos con ese mismo destino? ¿Cómo afectaría este conocimiento al mercado laboral, al de los seguros, y al de la medicina? ¿Qué ocurriría con la política? ¿Sólo podrían aspirar a cargos electivos aquellos cuya expectativa de vida fuera mayor que la duración de sus mandatos?
Probablemente no le conviniera a nadie que este conocimiento trascendiera, incluso a mis patrocinadores, que verían peligrar su negocio y tal vez optaran por eliminarme para impedir que eso sucediera. O quizás disponer de ese conocimiento le diera a quien fuera su dueño un poder nunca visto, y trataría de asegurarse de no compartirlo con nadie. Comencé a preguntarme si no estaba más cerca de conseguir un balazo que un Premio Nobel. Decidí que me convenía desaparecer lo antes posible.
Yo era soltero, no tenía novia ni parientes cercanos vivos. Aquellos que eventualmente me persiguieran no tenían manera de obligarme a reaparecer presionando sobre seres queridos.
Mis tiempos se estaban agotando, día por medio recibía llamados de mis patrocinadores pidiéndome una reunión para evaluar el avance de la investigación, finalmente fijamos fecha para el Lunes posterior a Pascua del año pasado, necesitaba los días del feriado de Semana Santa para poder viajar lo más lejos posible sin despertar sospechas
Eliminé de la computadora todos los archivos relacionados con mi investigación, pasé todo (base de datos y programas), a zips que a partir de ese momento llevo siempre conmigo. Fui retirando del banco poco a poco todos los fondos de los que disponía, incluido el adelanto de honorarios del laboratorio, y me dispuse a huir, pero antes en un rapto de inspiración pasé por la Morgue y escaneé las huellas dactilares de los dedos de los pies de una serie de cadáveres, incluyendo especialmente aquellos fallecidos por accidentes, homicidios, suicidios, y esos dos que parecían haber sufrido trasplantes.
Hace un par de días terminé de procesar esas huellas. Tal vez por un preconcepto las había ignorado en los primeros tramos de mi proyecto. En las yemas de los pies, con un código parecido al de las yemas de las manos figuran también las fechas de concepción y muerte de las personas. En los casos de muertes por causas naturales, (como parece ser el mío) ,coinciden con las de las manos .En los demás casos establecen una “fecha de muerte corregida”, excepto en los de suicidios.
A esta altura de mi investigación parecería ser que suicidarnos es la única posibilidad que tenemos de obrar sobre nuestro destino. He llegado por el camino de la ciencia a la conclusión de que todo, absolutamente todo en nuestras vidas está predeterminado. Conocer lo que no tiene remedio parecería algo sin sentido. Pero creo que de todos modos seguiré investigando las leyes que establecen las relaciones entre nuestro cuerpo y nuestro destino. Probablemente lo haga por la insensata razón de satisfacer una necesidad de saber casi visceral. Tal vez me tiente de nuevo la posibilidad de enriquecerme con mis descubrimientos. O quizás decida transcurrir mi vida leyendo el argumento que alguien o algo escribió para mí sin consultarme, hasta llegar a los ochenta y cuatro años y trescientos sesenta y cuatro días; y veinticuatro horas antes de la “fecha de vencimiento” ejercer mi cuota homeopática de libre albedrío.
Pero más allá de esa última alternativa, lo que yo... ¿decida? ya está escrito en mi destino, como este punto seguido.